En diciembre de 1892 apareció en “El Cupatitzio”, uno de los pocos medios impresos de la cabecera de la Prefectura de aquél tiempo, una interesante publicación titulada: “CARTA A MI MADRINA”, donde el autor anónimo, cita con añoranza al pueblo que lo vio nacer: “hace tres inviernos que fui a Uruapan, y pude contemplar una vez más tantas cosas que me son muy queridas”.
La remembranza no tarda en evocarla y presumir al edén maravilloso que era Uruapan, la tierra del café y las amorosas huertas de naranjos, guayabas, limones, donde los bosques, el río y las flores tienen un gran atractivo, “que quisiera que termíneseme rodeado de tanta belleza, descubrir el ruido de las aguas del Cupatitzio que ruedan entre vergeles, respirando aquél aire no solamente impregnado de aromas, sino también de luz y poesía (…) y bueno fuera tener alas para volver hacia las regiones abandonadas y por un solo instante contemplar solitario a mis amores”.
Ciertamente la epístola había sido redactada en la época navideña donde el autor escribe con lirismo ese sentir de júbilo donde “ha llegado diciembre: los días diáfanos y limpios y las noches frías anuncian que pronto vendrá la alegría Noche Buena y con ella mis gratos recuerdos…”.
La imagen del pueblo provinciano y progresista, y el escenario tan especial que lo acogía en aquella época, lo motivaba a recordar como un sueño el entorno de los barrios, de su gente, del ambiente del centro de la pequeña ciudad:
“Ya me parece estar viendo las calles de mi pueblo con la luz de los achones de ocote, que chisporrotean alegremente dejando caer gotitas de liquida trementina a través de las rejas de armados churingos, estas luminarias humildes de nuestro pueblo, cuyo número ha aumentado en la Noche de la Navidad, me recuerdan aquellos versos que los pastores cantaban con voz plañidera ante el Portal de Belén y en los cuales expresan con ternura que el Niño Dios alumbra más que el sol, más que la luna y en una palabra más que el ocote”.
Sentimos en nuestros oídos la exaltación del narrador al momento en que expresaba:
“¡No es posible negarlo: la navidad en Uruapan tiene mil encantos!
En las calles del centro y las plazas, refiriendo a las plazas Mártires de Uruapan, Benito Juárez y Fray Juan de San Miguel, “hormiguea la gente entre la cual se notan los indios que vienen de la sierra a los coloquios y pastorelas, aquí es donde comienzan los encantos”.
Y relataba que “las pastoras con sus sombreros alemanes rendidos, adornados con flores de papel de china, los negros con cabeza de zalea aprieta, la estrella de Belén colgando de la punta de un otate, y la música que acompaña las danzas son el atractivo en aquella noche dichosa”.
La gastronomía de ese tiempo que se expendía en el famoso mercadito Fray Juan de San Miguel (localizado en la explanada de donde ahora está el kiosco), era muy solicitada; ahí se encontraban los vendedores de carnitas, aguardiente, panes, las cafeteras -¡sabroso café criollo¡-, y las guisanderas que ofrecían un sabroso pollo frito estilo Uruapan con ruedas de cebolla y pedacitos sutilmente cortados de perfumada longaniza del barrio de Santiago; “están las vendedoras de ricos buñuelos enmielados (miel muy blanca de panocha); los puestos de las cañas de Castilla, de cacahuates, y de tantas otras cosas, que forman el complemento de la inolvidable fiesta, después de la cual, al día siguiente muy tempranito, en un cuadro muy conmovedor, los pobres presos (al salir de su prisión ubicada en el ahora Pasaje Navarro), con desgreñadas escobas de Carátacua, despojan la plaza de las tecatas de fruta que son la delicia de ciertos personajes de rabo torcido…”.
Uno de los hechos que más nos asombra esta publicación del “El Cupatitzio” es sin duda la tradición que tenían las familias por visitar los nacimientos del Niño Dios, esos nacimientos de artísticas miniaturas “que muestran la habilidad de quién las confecciona y arregla: ¿cuál es el más agraciado, es la pregunta general?”.
“Pues el de Felipe Calderón es el más arregladito: este año ha sacado todos los monos de cera de su mamá, y el Señor San José (sale de entre otros personajes de cera también), tiene túnico nuevo y está muy agraciado, le da un airecito al señor Cura…”.
Y en efecto el nacimiento de tal vecino era el más agraciado y ambientado aprovechando como representación el propio escenario de Uruapan y sus alrededores.
Precisamente, desde antes de entrar a su casa se percibía el penetrante aroma a huínumo recién traído del Cerro de la Charanda, el cerro que diera nombre años posteriores al aguardiente de caña.
El espacio de la casa de la familia Calderón era adornado con ingenio, “multitud de farolitos venecianos oscilan entre las ramas del pino que adornan el paso que conduce a la sala -de la casa- donde se celebra la fiesta del Niño Dios, aquel que más tarde deberá de ser sacrificado en las calcinadas cumbres del Gólgota. Aquel que, jugando, hacia los pajaritos de barro con sus alitas extendidas para echarlos a volar…Crónicas de mi madre”.
El nacimiento no era más que un panorama que llamaba la atención por el sentido imaginario de su dueño, en que sobre la blancura deslumbrante de la pared matizaba estaba enarbolada una montaña en miniatura, cuyas pesadas faldas estaban con fresca cáscara humedecida, acompañada de estrellas bien simétricas hechas de papel blanco que cubrían el suelo formando apiñadas constelaciones.
“Y aunque es de noche, escribía a su madrina el autor, un sol elaborado de papel centellea ardientes rayos que destellan la nieve de los campos. Aquel es el sol de la Jerusalén Divina que alumbra la tierra de los profetas, cuyas profecías se cumplen ya…”.
Es así como el contexto de Belén, situado entonces en la casa de Felipe Calderón se revelaba en una luz de oro, dominando el paisaje entero, ondas cañadas, floridas praderas, ondulantes llanuras y profundos bosques como los que protegen a Uruapan, a decir verdad cada parte del cuadro impregnado contenía un tinte de dulce poesía, inspiración y sutileza de quien lo había hecho.
La confección del mejor nacimiento uruapense de finales del siglo XIX, reflejaba una idea creativa que incluía elementos de la flora y fauna del entorno geográfico, el autor había arreglado un maravilloso cuadro en pequeño donde “se contemplan por las inclinadas faldas, blancos caseríos, pequeñas aldeas entre las quebraduras de los montes, lagos y sueños con pupilas azules y torrentes de algodón escarmenado, precipitándose a los abismos que forman las sillas, cajones y demás objetos que ocultan la cáscara, remedan un mundo en miniatura”.
Aquellos vecinos de Uruapan que veían a detalle el bello nacimiento, tan original y apegado al escenario local, localizaban, en un momento dado, cosas que enriquecían la representación del nacimiento del Niño Dios, “ahí está el solitario ranchito con su corral de trancas en donde mugen indiferentes las soñolientas vacas, se ve el tendedero de ropa blanca, el ruidoso gallinero; la abuelita de cabeza temblorosa que hila sin cesar. Y aún parece oírse el monótono palmoteo de la rorriza molendera que es capaz de tostar las delgadas tortillas con el juego de sus ojos (de cuentitas de Chaquira)”.
De igual forma, “los picos de la montaña –bien escenificados- se ven cuajados de brillante nieve, e imitan con exactitud una cordillera de Los Andes, cuyas altas cumbres tocan un cielo de papel de china con estrellas de oropel y la luna de cartón plateado, cuyos rayos apacibles alumbran el Pesebre Santo de la tierra hermosa de Judá”.
El ambiente incluía un detalle de cometa de papel con inmensa cauda y pegado con engrudo que ondulaba en las regiones fibrosas de aquel firmamento, y alumbraba silenciosamente el camino por donde aparecían los Reyes Magos (de barro, de Guadalajara) a adorar el Recién Nacido.
Es aquí donde “Melchor, Gaspar y Baltazar van camino a Belén sufriendo los rigores del invierno y divisando la nieve que ha sido abundante, merced a los tubos de carrizo y a la brea fundida en bonitas cazuelitas vidriadas del pueblo de Patamba”.
“Éste Melchor no sé si tuvo algo de Calderón (dice la carta), rey príncipe negro y malo que ha sufrido un percance, al no ser debidamente colocado sufrió un golpe fatal, separó la cabeza cuerpo, pero un pedazo de cera de Campeche remedió el mal a las mil maravillas”.
El recorrido por el nacimiento continuaba, era cuando los Reyes Magos ya estaban e el portal de Belén. Era curioso admirar cómo había sido montada dicha parte ya que entraban a los olivares belenitas y se mezclaban entre los pastores que venían de un cerro -que imitaba al famoso Cerro Chino-, y al igual estaban los borreguitos dispersos por el camino rumbo a la Tzaráracua (muy bien interpretada), los que parecían copos de nueve con manchas carminadas y el conjunto Patzuen, como una cabellera helada colgado de las ramas de varias de encinos ¡qué cuadro tan sencillo, pero tan hermoso!
“El Señor San José envuelto en su manto verde de lustrina y. sosteniendo la barra milagrosa de frescas azucenas, contempla alternativamente a la Virgen y al Niño, y le da las gracias al Espíritu Santo, por obra y gracia de la que él fue concebido el descendiente de David”.
Por cierto, se distinguía al Niño Dios, “con su cuerpecito desnudo y sonrosado soporta el intenso frío que apenas puede atenuar la caliente respiración del buey y la mula tradicionales”.
Mientras que la Virgen María, “la púdica y blanca flor, la estrella de Nazaret, la divina hija de Sion, mira tristemente el rubio niño que sonríe a pesar de los 15 grados bajo cero del aire que rosa sus delicadas carnes”.
“¡Qué hermosa María, envuelta en el alba salpicada con las estrellitas de oro está tierna mente conmovida!
“¡Sus pupilas azules y su boca de labios de coral sonríen con la dulzura de los ángeles de luz que vuelan entorno del trono Omnipotente!
“!Oh, poético nacimiento, cuántos recuerdos despiertas en mí alma!”
Para concluir la carta, el emisor se despidió de su madrina, con un sentimiento que nacía de su propio amor, muy diferente al de sus años mozos, puesto que:
“hace tres inviernos, ¿cómo olvidar? los vi con el mismo entusiasmo que en los días de mi infancia, sólo que ya de grande en la grande ciudad (México) admiré más en ellos a la joven Virgen de mis amores, la rosa de nieve purpurina, esbelta como las palmas del desierto, sonrojada como un celaje de Otoño, bella y pura como la luz de la mañana…”.
Su ahijado.
Fuente: “El Cupatitzio”, Segunda época, número 6, Uruapan, 25 de diciembre de 1892. Imprenta de Manuel Farías a cargo de Francisco Vigil.
Nota: Hoy que la humanidad vive una etapa tan compleja y difícil, por supuesto distinta a lo que se vivía a finales del siglo XIX; hoy donde se ha perdido el sentido humanista y solidario, vale la pena reflexionar que, justamente, en estos días, en que el mundo vive problemas tan duros como, por ejemplo, la pandemia del COVID-19, al tiempo resuenan las campanas en las iglesias el himno de los ángeles que siguen cantando:
“Gloria a Dios en las alturas, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”. Ojalá y ese sentido espiritual llene siempre el actuar de nuestras conciencias.
Texto, Sergio Ramos Chávez, Cronista de la Ciudad de Uruapan.
Comments