Jesús de Nazaret, apodado también el Cristo, ordenó a sus discípulos que retirasen la piedra que cerraba la tumba del desdichado Lázaro. A punto había estado el hijo del carpintero de Galilea, unos días antes, de morir apedreado por su propia gente, acaso no por las obras realizadas sino por lo blasfemo de sus palabras. “Yo y el Padre somos Uno” –les había dicho, y ahora el destino le ponía delante la posibilidad de demostrarle a los incrédulos que todo cuanto predicaba era verdad.
La historia, ya se sabe, nos es narrada solamente por Juan, el discípulo amado. Los sinópticos omiten el hecho o tal vez lo olvidan, aún cuando resulte poco probable que un incidente semejante pasara desapercibido ante sus ojos, siempre dispuestos a ver en Aquel al mensajero divino. Sin embargo, conviene a nuestro relato que ignoremos este detalle, para oír la palabra del hijo de Zebedeo. Nos dice Juan (11.43.): “Gritó Jesús con voz alta: Lázaro, sal afuera. Y el que tanto le amaba, ligado aún de pies y manos con fajas, y tapado el rostro con un sudario, salió de su encierro después de cuatro días de haber muerto”.
Luego le desataron y es por todos sabido que anduvo entre los vivos como uno más, ahora olvidado también por Juan, que continúa su relato sin volver a mencionar el episodio. Nada se nos ha dicho, por lo tanto, de la suerte corrida por este humilde vecino de Betania. Nada sabemos de su ventura y no resultaría ocioso imaginar que pudo haber sido un hombre feliz, un discípulo atento a las enseñanzas de su maestro. Pero sí sabemos, en cambio, que nadie puede morir dos veces en este mundo. Por eso Lázaro, el buen Lázaro, condenado a vivir eternamente, acaso haya debido vagar por el desierto arrastrando su alma en pena, soportando el paso inclemente de los años, las fanáticas y crueles batallas de la Historia, el dolor de ser humano.
Puede que haya sido uno de los tantos perseguidos por la ira de Vespasiano y Tito, el anónimo conspirador contra Trajano, los ojos incrédulos que vieron morir a Simón Bar-Kokhba. Acaso fue uno de los cruzados de Godofredo de Bouillón en la salvaje noche de la cruz y la sinrazón, la mano que encendió la hoguera donde ardieron Jan Hus y sus amigos, el soberbio que en nombre de una superstición condenó a Galileo, unos de los brutales carceleros que atormentaron al cuáquero William Penn hasta la muerte, el atroz inquisidor, ese traidor que ayer nomás bendijo las espadas, la metralla que todavía hoy tabletea en el corazón de la intolerancia.
Y pudiera ser también que este Lázaro de Betania continúe aún entre nosotros, y ahora sea cualquiera de los mendigos que nos acosan en las calles, un bufón de Dios que nos mueve a risa, este alucinado que maldice al Cielo cada vez que alguien le menciona el nombre de un tal Jesús de Nazaret, apodado también el Cristo. De: Miguel Angel Morelli: «Los signos de fuego», Editorial Galerna, 1989. El autor es uno de los más destacados escritores latinoamericanos, estudió periodismo en la Universidad de la Plata.
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