Cerró la puerta de su casa, se subió al taxi que lo transportaba cotidianamente. Iba camino del Teatro de los Insurgentes, lugar donde se iba a estrenar la obra que había dirigido: “El Vestidor”, de Ronald Harwood.
Eran las seis de la tarde, el cielo de un gris intenso, tormenta, un aguacero cerrado que recordaba esa tempestad vivida por el “Rey Lear”, en la obra shakespeareana. El tránsito lento de su casa al teatro lo hizo recordar las jornadas iniciales que lo llevaron a dirigir esa obra que por primera vez se conocería en México. Recordó el sueño al leer esa obra. Su deseo, su sueño e intencionalidad de montar ese texto que era revelatorio para él. La obra simbolizaba su amor al teatro, representaba indagar el alma de los seres que hacen la escena, significaba su amor a Shakespeare.
Se dio a la tarea de traducir el texto. Su conocimiento amplio de la lengua inglesa, sus años en el teatro, lo llevaron a hacer una traducción adecuada al español. Personajes que pensaran y hablaran en castellano. Difícil tarea pero factible, su conocimiento de los clásicos españoles, su gran manejo del idioma, su conocimiento del cómo piensan los actores fueron un salvoconducto para pasar esa difícil frontera. Venía a su memoria su amigo el escenógrafo con quien ideó los planos del montaje: el buen David Antón.
El torrencial aguacero golpeaba el techo del coche. El sonido, el agua que caía por las ventanas laterales y el limpiaparabrisas en su vaivén lo hicieron recordar cómo recreó la escena de la borrasca en la obra de “El Vestidor” en la interpretación que la compañía shakespereana de la obra hace de la memorable escena de “Rey Lear” de Shakespeare.
“Soplad vientos hasta reventar los carrillos, soplad con fuerza”, recordaba a su actor central y el día que ofreció a éste el papel de “Su Señoría”, ese que un día terrible personal y de enfermedad tendrá que interpretar la dificilísima prueba llamada “El Rey Lear”. Recordó la voz del primer actor de México, Ignacio López Tarso, diciéndole “es un honor para mí que hayas pensado en mí”. Inmediatamente llegó a su mente su otro gran cómplice actoral creativo, ese que visualizó para el papel que da imagen a “El Vestidor”, su admirado Héctor Bonilla.
Sabía que los dos iban a estar espléndidos. Se emocionó cuando en el ensayo general la compañía de actores se abrazaron todos en el escenario al terminar la obra. Vio los rostros de los actores en la esperanza intuitiva que la obra llegaría al corazón de los espectadores. “¿Para quién hace uno el teatro, si no es para ellos?”, pensó en el hechizo inmediato. Su corazón estaba latiendo aprisa. La lluvia no cedía. Recordó la pluviosilla de su Orizaba Veracruz. Los torrenciales aguaceros nocturnos. Hoy era una noche importante para él. Un parto que simulaba el miedo adrenalínico que siente el personaje de “Su Señoría”, antes de empezar la representación de “Lear”. Pensó en un trago que lo calmara. Eran esos sorbos de licor que Norman consume durante la representación. El alcohol, el teatro, el miedo, el ego, la necesidad de reconocimiento, el ascenso actoral a como de lugar, el hartazgo de una esposa, el compromiso al teatro, a Shakespeare, la jefa de foro de la compañía enamorada en el olvido por su señoría, un bufón viejo, la falta de elementos para simular una veraz tormenta, la amargura del cojo actor Oxenby, el actor que siente no llegar al final, que olvida la primer línea de la obra, el vestidor que juega a ser Sancho para animar al juego de locura teatral del quijote actor. Molinos de viento de cansancio, enfermedad y miedo de “Su señoría”. La ingratitud infame del final. Un diario que no menciona al escudero fiel de las andanzas teatrales. Un Norman desilusionado, ofendido, cacheteado en los más bajos de los dentros. Un dolor a las entrañas. Todos estos fueron temas que vivió a fondo en el curso de los ensayos. En esas tardes noches de preparación de esa obra que era todo un tour de force. Un descorrer los telones internos de la vida del actor, de una compañía. El atrás de bambalinas. Ese no saber del público que sólo se hechiza ante lo que ve en el escenario sin conocer el entramado interno. El qué vive los que laboran la fantasía. Esa noche como a las diez y media conocería la verdad del hijo que estaba a punto de dar a luz.
Vio los murales de Diego Rivera que enmarcan el Teatro de los Insurgentes, habían llegado. El teatro ya tenía algunos curiosos que merodeaban. Vio seguidores. Público que comenzaba a llegar. Sintió un miedo terrible. Un dolor en el estómago. Un corazón de tic-tac en presura; era más bien un caballo sintiendo que comenzará la carrera en el hipódromo. El taxi rodeó el teatro para estacionarse por la puerta de actores. Saludó a todos los componentes del elenco, técnicos y creativos. Les deseó el mayor de los éxitos. “José Luis, el gran José Luis”, dijo el primer actor Ignacio López Tarso”. Vio a Héctor Bonilla en camiseta engominándose el pelo. “Norman”, estaba ya en proceso de caracterización en el camerino, “Qué pasó mano, ¿todo bien?”, dijo en su sonrisa de gran carisma el buen Héctor. A cada actor deseó lo mejor. No le gustaba decir suerte, pensaba que era como ponerse al designio absoluto de los dioses. Subió a la cabina de iluminación, ahí donde acostumbraba ver todo estreno de sus obras. La sala se fue llenando poco a poco. No cabía un alma. ¡Tercera llamada, tercera, comenzamos! Respiró profundo. Tomó una medalla que traía en su pecho de una virgen del Carmen que su madre desde niño le había regalado. Sus manos transmitían el decir “Cuídame”.
El público aplaudíó fuerte al terminar el primer acto. Él no hablaba en la cabina. Sus lentes puestos caídos a mitad de la nariz. Los dedos índices y pulgares se frotaban, por ahí salía la emoción, los nervios. El movimiento era discreto. El silencio era sepulcral. “Se estarán aburriendo, unos espectadores tosen”, pensaba agitado. Sin embargo la atención se sentía como cuchillo que atravesaba el escenario. Escuchó los textos finales de Norman, cerrando el diario de “Su Señoría”, ”Ni una palabra para Norman, para mí que tantas veces estuve a su lado, hay palabras a los actores, a los escenógrafos, a los técnicos, al teatro, a William Shakespeare, y a mí ¿qué?, nada para mí viejo cabrón”. Las luces bajaban, Norman en el llanto, la luz caía sobre el escenario como un canto de viejo cisne que empieza a fallecer. La magia del escenario teatral fenece; comenzando a vivir en el alma de los espectadores.
Los aplausos son instantáneos, catárticos, una avalancha. ¡Bravo! ¡Bravo!, los actores van saliendo por grupos, aplausos rabiosos, salen juntos Don Ignacio y Héctor, difícil decidir quién primero, quién segundo, los dos se la hicieron fácil a José Luis, “Hemos decidido, salir juntos”, dijo Don Nacho al director en el ensayo general. Los aplausos desbordantes. No cesan. Héctor Bonilla dice a los asistentes, quiero pedir un aplauso a quien está en la cabina de luces y sonido viendo todo esto que acontece: nuestro director José Luis Ibáñez”. Sales entumecido de las piernas y te asomas hacia el público. “¡Bravo José Luis, bravo!”, el público, el aplauso que no se apaga, los actores te hacen ir al escenario, llegas a él, te abrazas con Héctor, con Don Ignacio, con David Antón, con Verónica Langer, con Meche Pascual, con Teo Tapia, con todos los actores. Ves la butaquería con un público puesto de pie, la sonrisa se desborda en tu faz, una lágrima aflora. Un ángel se asoma a saludarte, es Dios que te dice: “Bendito el que hace felices a los hombres, vive tu noche, vívela intensamente.” Correspondes con la mirada el divino instante, levantas el puño agradecido, piensas y dices bajito: Lo hicimos Ronald Harwood, lo hicimos William Shakespeare”.
Esa noche no dormiste, tu sonrisa, la emoción estaba en ti. Pensaste en tu madre, en tu niñez, en Orizaba, en tus sueños, en el teatro, en Octavio Paz, en Arreola, en el grupo del comienzo de todo llamado: “Poesía en
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