Sería 1975 cuando mi padre, adorador de la «Piaf», me llevó a ver una película sobre la más grande cantante francesa jamás existente.
Allá en mi natal Torreón había una sala de arte llamada «Buñuel». Ahí teniendo catorce años vi la vida de aquella maravillosa artista. Así dicho con mayúsculas. La película se llamaba «Piaf». Nos fuimos con una grabadora de pilas. Cada vez que Édith cantaba, mi padre emocionado y ciudadoso grababa las canciones que aparecían en la cinta.
Aquellas imágenes siempre me han perseguido. Ver la miseria de la niña Édith por las calles de París. Su padre era cirquero ambulante, haciendo actos callejeros y la niña recogiendo monedas. Después ver a la cantante cantando por las calles con un bebé en un cesto. Un descubridor al que ella le llamaba «Papá». Su éxito cantando: «No me Arrepiento de Nada», «El Acordeonista», «Padam Padam» y por supuesto «La Vie en Rose».
Tengo presente el asesinato al descubridor de Édith, ver sus lágrimas, «Papá Leplée», había muerto y eso era una cuchillada al alma de aquella sufrida mujer. Recuerdo sus amoríos con un boxeador. Después supe su nombre: Marcel Cerdan, campeón mundial de peso medio en 1948. Fue el gran amor de Édith. Ella sufría terriblemente al morir su amor en un accidente aéreo cuando iban a verse en Nueva York. Él viajaba de París a «La Babel de Hierro», para reunirse con ella. Aún la recuerdo con un nudo en la garganta oyéndola cantar en la pantalla: «Hymnea a’ amour», canción dedicada a su amor.
La veo al piano cantando con el compositor Raymond Asso, quien fue otro de sus protectores artísticos.
¿Quién era aquella voz surgida, no sé de dónde? Oír esa voz a los catorce años era una revelación absoluta para mí. Era escucharla ronronear, y aquel París nublado enmarcando su vida y su canto. Una artista que del dolor amaba la vida.
Su deceso joven, era un descubrimiento. La vida no era fácil y aquel acordeón doliente seguía marcando ecos en pantalla. Eran los pasos y murmullos de la vida de una artista.
Al llegar a casa mi papá revisaba su grabación, se oía el correr de la cinta, tosidos de espectadores, pero la voz de la Piaf se imponía gloriosa. En las noches ponía su grabación y escuchaba el sonido de los pies de mis padres en ritmo, estaban bailando. Era imaginar una escena de cine. Sí, yo recuerdo el amor de mis papás al compás de Édith.
De niño, muy niño, dicen que tenía un oso de peluche blanco de cuerda, dentro de su pancita tenía una música: «La Vida en Rosa», «tú le dabas cuerda y cuerda», decía mi madre en el recuerdo.
Esta mañana de Ciudad de México oigo a la Piaf, imagino al «Sena» bailando por París, me veo con un abrigo negro y bufanda y me parece que aquella gatita ronronea a mi oído tierna y nostálgica.
Hoy yo volví a ver aquella película, aquella arcaica grabación, aquellos recuerdos y estos presentes de amar eternamente lo vivido.
Raúl Adalid Sainz, en algún lugar de México Tenochtitlan.
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