Definitivamente el Puerto de Veracruz, como dijo Agustín Lara, «Vibra en mi ser». Hay lugares en la vida que calan hondo. La tres veces heroica siempre me gustó desde niño. Después tuve un largo periodo de no volver, de los once a los treinta y nueve años. Allá por el año dos mil regresé. La impresión fue tremenda. Retornaba filmando la película «En el Tiempo de las Mariposas», si a los once años me lo dicen, no lo creo. A partir de ahí he retornado subsecuentemente. El puerto tiene un subyugo especial. Desde la carretera para llegar a él.
Los bosques de Río Frío hacia Puebla, los volcanes del «Popo» y el «Iztla», el camino de Cumbres de Maltrata a Orizaba, el verde campo de paso por Córdoba hasta llegar al olor de mar bonita que despide Boca del Río, para ver finalmente el primer reducto de colonia española en México.
Despertar en Veracruz es ver el cielo rojo, pero no sólo sin tu cariño. Es tomar un baño fresco, es caminar por el malecón viendo gaviotas mañaneras, barcos de muelle que cantan la aventura, la brisa marina que resbala por los poros, es oír el reloj del faro viejo dando las nueve al compás de «Veracruz», del Flaco Agustín a ritmo y sonido de reloj antiguo. Es ver a la chiquillería lanzarse clavados para rescatar la moneda del turista, es escuchar el habla acubanada del oriundo, es llegar a la aromática Parroquia y pedir un humeante café lechero.
En Veracruz mis sentidos se despiertan. Voy al mar a la playa «Mocambu», y juego con las olas, me clavo en ellas, me tiro como clavadista holandés que en la trampa busca el penal. Nado relajado, libre y fluyente en la corriente del mar. Salgo del mar como esos pescadores de las películas del «Indio Fernández» y voy a una choza de palmas donde venden una cerveza bien fría.
Me acuesto en los camastros a fumar y no sé del tiempo, no soy preso de su cruel tic-tac. El hambre me hace su sentir y parto a bañarme, a acicalarme, una vez logrado me voy con mi compañera de vida a comer comida de mar al estilo español. El lugar, «El Llagar», en frente del mar, teniendo a «La Isla de los Sacrificios», como lejano testigo. Las palmeras del boulevard se agitan como bolero de «Toña la Negra», » borrachas de sol». De tarde y en la noche a la «Plaza de la Campana», ahí donde los jarochos bailan danzón acompañados con orquesta. Ellos de guayabera blanca y zapato níveo, ellas con su coquetísimo abanico.
La cadencia corporal marcando el tiempo, las miradas que de repente se cruzan, la música que penetra, abriendo los segundos a la sensualidad. La noche cae, y el cielo y luna, adornados con estrellas son el epílogo discreto enorme de un día que ha cumplido su cabal función. Uno puede ir a reposar los órganos y sentidos que han salido de sus cajas y se han divertido de lo lindo.
En unas horas nuestras marionetas sensoriales despiertan gozosas queriendo vivir, jugar, reír, divertirse. Veo el cielo, el sol se asoma tímido emitiendo destellos rojos y naranjas, el aire entra por el cuarto, mis pulmones se ensanchan sintiendo el aire limpio, eso que llamamos oxígeno vital. Es la hora, cerramos las maletas, ahora van cargadas de emociones, en unos momentos más escucharé «Pasajeros con destino a México, Distrito Federal, favor de abordar el autobús número…». Hoy de mañana de DF en el teclado, veo, siento y contemplo la inmensidad de vida que aún resuena de mi bello Puerto llamado Veracruz.
Raúl Adalid Sainz, en algún lugar de México-Tenochtitlan.
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