«Hoy vas a escuchar las últimas palabras que dijo tu padre» -me dije esta mañana antes de subirme al auto azul que llegó a mi puerta. Tenía yo 11 años cuando el avión en el que viajaba papá, junto con 40 pasajeros más, se estrelló en un campo de Pensilvania. Mi vida y la de mi madre cambiaron para siempre.
Hace poco menos de un mes, en agosto, cumplí 21 años y en mi universidad, como en todo el país, los salones desplegaron los colores azul y rojo, muchas estrellas y, claro, las fotografías de esas dos columnas en Nueva York difuminadas en el viento.
Uno nunca sabe qué palabra acabará significando muerte al paso de los años. El nombre de Pensilvania se repite en cada señal de esquina. Mientras el auto avanza con mi reflejo en la ventana, pienso en la ironía de leerlo repetidamente. Yo misma me acomodo en el asiento de piel y me distraigo con el reflejo del sol que se cuela al agua embotellada que tengo en la mano. El oficial a mi lado en uniforme de gala tiene la mirada fija en la avenida y calla sin saber qué decir, mientras mi madre, en el asiento de enfrente, acomoda sus rizos castaños. Está nerviosa, lo sé, y juega con su pelo para convencerse de que todo saldrá bien.
Pero nada ha salido bien. Esos hombres secuestraron al avión donde estaba papá, vendedor de mosaicos, quien iba a realizar una venta importante en San Francisco. De niña, yo solía distraerme pensando en todas esas cosas que ya no serían perfectas, o que se quedarían en el camino de ser hermosas, pues ya no tendrían el diseño creativo por mi padre.
Alguna vez pensé que a papá, a quien todos le llamaban de cariño Andy (yo simplemente “papito”), un cliente le había pedido el diseño para un pasillo de mosaicos para guiar a los niños a la alberca. Él entonces, dibujó la imagen de una pequeña con caireles, como yo, corriendo por el jardín de Nueva Jersey pretendiendo ser princesa. Nunca le pregunté si era yo.
Tampoco supe si esa mañana alcanzó a comer la última rebanada del pay de manzana. Esa había sido su amenaza antes de mandarme a dormir, cariñosamente, si no me atrevía a abrazar mis sueños para levantarme temprano a la escuela. Cuando sucedió todo no quise comer por días ni acercarme al refrigerador, y mi tía Mary tuvo que persuadirme con esos Mac nuggets, que nunca he podido volver a oler sin que se me revuelva el estómago. Lo único que sé es que esa rebanada quedó huérfana en mi diario y en la foto de mi último evento con papito.
Mi memoria se rompe con el sonido del motor acelerando y la radio del chofer con la voz de un extraño que solicita su contraseña al llegar a la oficina del departamento de Homeland Security. Vuelvo a ver los rayos que rebotan en mi botella de agua sin abrir, sonrío educadamente al oficial y, luego, a mi madre que no deja de voltear para cerciorarse de que esté yo bien. Lo sé, ella no quiere que me impresione de más; estoy segura que vamos en este transporte sólo porque no quiso ser descortés con las autoridades.
No me siento intranquila. Sé que me llevan a un sitio que pedí desde el 2001, cuando supe que no lo escucharía más. De pequeña, los adultos no pudieron callarlo. Era demasiado inverosímil para ellos. Sin lugar a dudas, más de uno pensaba que despertarían para decir alterados: “soñé que el mundo terminaba y estábamos ahí”.
Y ahí estaba mi padre. En ese vuelo, que después supe fue agendado en medio de su rutina de vendedor, donde en menos de 72 horas iría y vendría para regresar a su escritorio, sus preocupaciones, las mías y las de mamá. No había que pedirle mucha espectacularidad a su vida: la gente despierta con intensión de regresar a dormir a casa, o como él, con las ganas de tomar el teléfono desde un hotel y hablar con su esposa, asomándose al Golden Gate desde la ventana y pedir consejo para dormir, tras comer langostas en el Fisherman’s Dwarf.
Su misión de esposo y papá era sólo tener un día de trabajo, que acabara llenando más su tarjeta de millas. Su misión era regresar. Y por mucho tiempo, siento decirlo, no se lo perdoné. Estuve enojada lo suficiente como para que el azulejo de mi jardín se decolorara y el azul se volviera gris y esa araña saliera y se tragara más que un color.
Pero quedamos solas mamá y yo. Muchas cosas no se abrieron, otras tardaron en usarse, como ese refrigerador que mamá vendió de segunda mano todavía sintiendo que mucho más terminaba por irse. Ese zumbido… esa imagen del pay solitario con olor a septiembre congelándose, me detona en la mente el recuerdo de la radio de Becky la vecina, cuyo tío en pantuflas escuchaba el memorial al Vuelo 93 que se hizo semanas después.
Mucha gente casi me llamó egoísta e insensible esos días, cuando el hermano de Becky tampoco regresó de su trabajo como bombero. “No nada más tú sufres, querida Anne” -me dijo mi maestra de la escuela como si quisiera arrancar un azulejo. Pobre, no sabía ella que en verdad lo que quería era pegarlo bien al piso, para cerciorarme de que nadie cayera.
Quiero concentrarme. Sé que esto será una vez y ya, como esa inyección cuando papá me alentó a dejarme picar para vacunarme. Dolor seguro habrá, pero al final espero regresar sabiendo que hice bien en cumplir esta cita. Se la debo a él, supongo ya puedo decir: “¡se la debo a mi viejo!”
En minutos, los colores azul y rojo de nuevo, focos que dicen que puedes pasar a la fortaleza que antes perteneció al FBI. Luego el punto de verificación. Escucho el apellido de mi padre cuando mamá dice aún su nombre de casada. Entro con ella, tomo esa mano temblorosa que desea seguir siendo fuerte. Huelo su perfume, que desde la cuna me abrazaba y marcaba como cría, diciéndome que siempre habría alguien amoroso a mi lado.
La oficina como la imaginé: muebles en serie, como soldados en guardia, sin mucho color, la foto de Obama al fondo, la grabadora en el centro, antigua, como si el equipo digital no hubiera pasado la inspección de entrada. Cinta color oscuro que encierra algo que aún me debato a escuchar. Todo volverá a cambiar a partir de hoy. Otra vez.
Luego los audífonos. Mamá hace la seña que no desea volver a oír la grabación y prefiere sentarse a mi lado. Su ser entero y yo por un instante juntas. Quiero estar sola, pero no digo nada, sólo dejo que ella me ponga los audífonos. La mirada del oficial no sabe donde posarse y sus dedos presionan el “Play”.
El mecanismo se activa. El pasado se cuela diez años. Primero el silencio. Recuerdo entonces un escrito previo del Homeland Security que llegó a mi mail, donde me advierten que no me fuera a desmoralizar, que escucharía mucho ruido, voces y hasta desesperación. Pero… que la voz de mi papá sería discernible perfectamente…
“Hoy vas a escuchar las últimas palabras que dijo tu padre”, repetí en mi interior. Sus últimos momentos. Sus últimos “buenos días, mundo”, “te veo en unas horas, amor”,” te comeré a besos, hija”.
Cuando se es héroe, como mi padre, lo mejor es irse en un instante. En un momento en que se define tu existir por el amor a los demás. Como en esa mañana. Todo por el todo, sin jugar a dos barajas.
Alcanzo a escuchar confusión y miedo. Entre la interferencia, el avión está a punto de morir. Hay viento por doquier. Como el que pasó libremente entre esas dos torres. Y sí… hay mucho amor que no se ve.
Por mi cabeza cruza el adiós de ese beso con promesa a pay de manzana. Espero que se haya atrevido a llevarse esa rebanada para el camino. Espero eso. Sólo sé que ese 11 de septiembre salió hacia un día normal de trabajo y nada más.
Silencio.
PAY DE MANZANA Por Mario P. Székely
• El relato lo baso en los eventos del Vuelo 93, único avión cuyo registro del 9-11 revela con grabaciones que tripulantes y pasajeros no se quedaron sentados. Este cuento lo escribí para el In Memoriam a Diez Años después de los eventos.
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