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MORELIA: EN EL JARDIN DE LAS ROSAS

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En el Jardín de las Rosas –así, con mayúscula, porque alude a las colegialas de Santa Rosa de Lima- se han sentado en forma monumental don Miguel de Cervantes y don Vasco de Quiroga por voluntad libérrima y noble de la Universidad Michoacana. El acto se ha comentado en los periódicos y sospecho que en muchos hogares por los que tiene de gota de bálsamo. ¿Será verdad que el mundo busca ya la concordia? Por si no se trata más que de un síntoma aislado en la barahúnda cosmopolita, decimos que es una gota de bálsamo. Y añadimos: ¡Qué gusto nos da! Hay tantos motivos de diversos órdenes en un hecho así como para ocupar las plumas de todos los escritores hispanos.
Yo voy a ceñirme a uno solo de esos motivos: al discurso del secretario de Relaciones. No por la amistad que nos profesamos, ya vieja, sino porque la emoción sentida en mí al leer

MIL CUMBRES

Voy a servirme del nombre de un famoso sitio mexicano para bautizar una serie de notas heterogéneas y de diferentes alturas que me piden redondeo desde el fondo de mis cuadernillos. El nombre es bello y sugerente. Tal vez desmesurado si pienso en la insignificancia de mis apuntes. Iría muy bien, en cambio, para un libro que recogiese las vidas y hechos más culminantes en la historia humana. Pero no veamos en él más que la sonoridad y el número.
Desde el famoso arco que describe la carretera de Morelia, se descubren, en efecto, tantos montes que acaso sean mil. Es un panorama serio aquél, un mitin de montañas silenciosas, con esa gravedad mastodóntica, paquidérmica, que tienen las arrugas de la tierra desde arriba. Su carácter singular incita a divagar sobre las fisonomías de los paisajes.
En los panoramas, como en los semblantes humanos, hay rasgos que inmediatamente operan sobre nuestra conciencia y nos hacen prorrumpir en un juicio de orden psicológico: qué adusto, qué apacible, qué sonriente, qué arisco, qué ceñudo, qué profundo, qué abierto, qué contraído, qué manso, qué bravío. Con esto atribuimos al paisaje condiciones psicológicas humanas, o al semblante humano caracteres físicos de la madre tierra. Es más, una vez emitido el juicio añadimos: con este paisaje me llevaría yo bien; aquí me gustaría vivir. Y lo contrario: aunque este paisaje es hermoso, grandioso, no rima con mi alma. Exactamente lo que nos ocurre con las personas al primer golpe de vista.
El fenómeno que sigue al de la primera impresión es el de establecer parecidos. Y, al igual que decimos esta persona nos recuerda a otra tal, decimos que este paisaje se parece a tal otro. No es, por consiguiente, cosa descabellada hablar de las fisonomías geográficas.
Sobre los parecidos rara vez he oído juicios acertados; en cambio, muchas ridiculeces. Y es natural: para acertar en los parecidos geográficos se requiere haber viajado mucho, lo cual no está al alcance de cualquiera, y tener buena retentiva visual. Un señor que no conoce otro mundo que los alrededores de su aldea o capital de provincia no tiene un repertorio suficiente, y todo lo quiere relacionar con los pocos kilómetros que le son familiares.
A esto se añade que no todo ser vivo está dotado de su suficiente perspicacia como para decir en qué se parecen, en qué se diferencian las personas o los parajes. La inmensa mayoría cree que los corderos y los chinos son todos iguales; cosa que no aceptan el pastor ni el mandarín, porque conocen los rasgos característicos de cada individuo.
El parecido puede estar en un rasgo sólo, muy acentuado, que domina en el resto del semblante, sea la nariz torcida y colgante, sean las cejas en arco circunflejo o mefistofélico; pero puede estar en el conjunto, por aproximación total. Un ingeniero de montes puede, al visitar una región, decir que tal sitio se parece a tal otro por ser terreno calcáreo y, sin embargo, no haber parecido integral porque en uno aparecen elementos que faltan en el otro y dominan sobre el carácter calcáreo. Hay a quien le basta ver un almiar para decir que está en Asturias. En los viajes he oído muchos disparates así, por no saber tener en cuenta los detalles y el conjunto. Algunas veces un acompañante cansado o inexperto en fisonomías acaba la conversación de modo tajante, diciendo: la tierra es igual en todas partes: montes, llanos, cañadas, puertos, desfiladeros, carreteras, lagunas y ríos, etc. Lo cual es como decir que todos los hombres somos iguales, aunque unos seamos negros y otros blancos, amarillos, rojos o tente en el aire; unos bajos y otros altos; unos narigones y otros chatos, etc.
Y en que el ver, como el leer, no consiste sólo en mirar, sino en remirar y retener. Axioma que me sale como inspirado por el refranero. Y me da gusto, lo confieso ingenuamente.
Aunque también es cierto que los dioses quitan la capacidad de ver a los que no quieren ellos. Así, leemos en el Popol vuh: los espíritus del cielo y de la tierra, después de dotar al hombre de gran poder visual, creyeron que debían restárselo y que no viera lo lejano, ni a través de los cuerpos opacos. “Entonces fueron petrificados los ojos, con lo cual quedaron velados o empañados como el espejo con el aliento. No vieron más que lo próximo. Así se perdió la sabiduría, toda la ciencia de los cuatro primeros hombres”.
El ancho y profundo panorama de Mil Cumbres lo he visto hace diez años y una sola vez. “No recuerdo nada parecido”, le dije a uno de mis acompañantes. Y su impresión imborrable me sale ahora en forma metafórica al decir que era un “mitin de montañas”.
Mejor, tal vez, un enorme tianguis. Las mil cumbres se me transforman en mil gigantescos indios apiñados, acurrucados a su modo, silenciosos, casi tapados con sus sombreros de petate, verdaderas cumbres de sus bultos en espera.
Ante las Mil Cumbres he sentido ese miedo al misterio que se siente ante mil profundidades o cimas.
Y no vi en horas tenebrosas, de nubes, truenos y agua, sino al pleno sol; de otro modo hubieran desaparecido de mi vista como verdaderos hombres.

*Publicado el 14 de junio de 1947. Revista “Literatura moderna mexicana”, México, 1947.

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