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Cada 10 de octubre se celebra el Día Mundial de la Salud Mental, con el objetivo general de concienciar sobre los problemas relacionados con la higiene de la mente. La pasada conmemoración pasó prácticamente desapercibida. Sin embargo, los desafortunados hechos que han tenido fuerte eco en las redes sociales nos hablan de lo acuciante que es atender los desequilibrios psíquicos de la población. La cuestión de las acusaciones proferidas entre lágrimas de cocodrilo, vertidas en desafiantes conferencias de prensa, es de sanidad psíquica: el despotismo, combinado con el alcohol, lleva a estados delirantes de autosuficiencia lindantes con la omnipotencia.
Por ello se quiere evitar pagar cuentas y escenificar escándalos públicos. Cuando esto falla, se pasa a una excitación etílica que lleva a proferir insultos, amenazas, agresiones verbales y de nueva cuenta, desplantes de inexistente poder. Y finalmente, al haber fallado todos estos mecanismos que defienden una precaria salud mental, queda para esa dañada pisque el recurso de la alucinación, muy peligroso porque conlleva a creer efectivamente que sucedieron hechos que a todas luces son implausibles. El gran problema de los delirios alucinatorios es que no se detienen ante ningún tipo de consideración legal, ética, moral o cultural; y eso conduce a la calumnia, la difamación e incluso al delito de falsedad ante autoridad judicial. Por ello, es importantísimo que promovamos campañas de salud mental para todos los estratos sociales, incluso para los que se consideren con fuero por su calidad de género.
Es vital que los Ministerios Públicos, las procuradurías, los jueces, la opinión pública y los legisladores estén alertas ante los simples «elefantes rosas» producto del delirium trémens. Las acusaciones con sustento deben ser atendidas expedita, eficaz y rápidamente, mientras que los falsos alegatos deben ser desechados sin dudarlo por contravenir el orden público y causarle un grave deterioro al Estado de Derecho. Escribe: Salvador Quiauhtlazollin.
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