Me gusta la generosidad de los números.
La disponibilidad, por ejemplo, que demuestran para contar personas o cosas: dos pepinillos, una puerta de habitación, ocho bailarinas engalanadas como cisnes.
Me gusta la docilidad de la suma -añadir dos tazas de leche y batir-, su sentido de la abundancia: seis ciruelas en el suelo, tres más cayendo del árbol.
Y la tabla de multiplicar peces por peces, sus lomos plateados reproduciéndose bajo la sombra de un barco.
Ni siquiera la resta representa una pérdida, sino incorporación a alguna otra parte: de cinco gorriones echaron a volar dos, los dos están ahora en otro jardín.
Hay una amplitud en la división, cuando abres la comida china cajita a cajita, y dentro de cada galleta de la suerte aguarda una nueva fortuna.
Y nunca dejaré de sorprenderme por el regalo del resto, liberado al final: cuarenta y siete dividido entre once es igual a cuatro, y quedan tres.
Tres niños a los que llaman sus madres, dos italianos haciéndose a la mar, un calcetín que dondequiera que busques no está.
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Trad. de Jesús Jiménez Domínguez en su blog jesusjimenezdominguez.blogspot.
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