Antes, en las épocas de estudiambre, y en ocasiones de azarosos momentos, tirándole a malos, de esta circense profesión actoral, me iba en autobús a mi natal Torreón. Catorce o quince horas, según circunstancias y choferes. Durante el trayecto iba ansioso. Veía las caras de mis gentes, sintiéndolas. Mataba el tiempo cantando en mi mente canciones de Amaury Pérez, Serrat, y en ese asalto de recuerdos nocturnos y de ruido monótono de camión y carretera, hasta una de Julio Iglesias. ¡Qué gravedad! Pero lo que nunca olvido es la cara de mi madre al abrirme la puerta y recibirme. Su sonrisa tremenda, su contento y luego decirme: “Ya le tengo listo su machacado y sus tortillas de harina, señor”. Hoy que voy a mi Torreón ya no hay trayecto de catorce horas, y lo más triste, que me duele en el alma, es que esa sonrisa no será vista al abrir esa puerta ni ese ofrecimiento de aquel machacado con huevo y tortillas de harina. Perdón, quién sabe, yo creo que si, pues al recordarte volví a verte y me saboreé tu platillo. Hoy que vuelva te volveré a mirar y nos sentaremos a la mesa a platicar largo y tendido. Nos tomaremos ese cafecito que tanto deleitas. Por lo pronto habrá que hacer la maleta. Nunca se pierde la emoción de ir al terruño.
Raúl Adalid Sainz, en algún lugar de México Tenochtitlan.
Nota: Un escrito hecho en uno de esos viajes a mi comarca lagunera, cuando la estela de tu ausencia me decía que había que buscarte en todas las ausencias.
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