El caso de Ricardo Arjona es como el de esos jóvenes poetas que vienen de familias acomodadas, que han estudiado en los mejores colegios, que cursaron todos los diplomados de poesía y todos los talleres con los mejores poetas (y ahí les dijeron que escribían como dioses), que hablan y traducen inglés, francés mejor que lo haría Shakespeare o Racine, que presumen veinte poemarios mediocres cuyas ediciones fueron pagadas con dinero de mami o papi para alegrar las reuniones familiares del domingo, que van de huaraches y huipil y rastas por su café al Jarocho de Coyoacán (antología de Bukowski sobaqueada), que se pasean por los helados Roxy con su Moleskine y su bolígrafo Mont Blanc regalo de la abuelita, que un buen día ganan un premio nacional con su mediocre poesía (o lo que les han dicho en las reuniones familiares que es poesía), publican su poemario (con ayuda de papi y mami, se entiende), se vende como pan caliente (con ayuda de la abuelita, se entiende) y a partir de ahí siguen escribiendo mal, pero ya hasta llenan Bellas Artes, que sería el equivalente al Auditorio Nacional, les aplauden, los entrevistan y ahora hasta critican a la poderosísima mafia literaria que intentó impedirles triunfar. / Oscar Garduño, escritor.
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