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“La música y el alma purépecha”, cuento

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La velada de la última noche le resultó a Pascual muy grata. A la mañana siguiente se fue a uno de los campos de labranza, cogió una yunta y siguió el tardo paso de los bueyes hasta la hora en que los labradores rindieron la jornada. Recordaba con placer los días idos en que aprendía a manejar el arado y le parecía ver, junto a la suya, la mano maestra del gañan empuñando la mancera; un paso adelante, la negra y húmeda tierra de “pan llevar” que abría la reja. ¡Qué mano aquella -pensaba Pascual- oscura por el calor de los rayos inclementes, arrugada por el tiempo, callosa por el trabajo, que no conocía épocas anuales de vacaciones.
Ahora veía claro, Pascual que no era él quien manejaba la yunta. Recordaba, sonriendo, el cuento del mosquito que se paró en el testuz de un buey y cuando le preguntó otro animal que hacía, contestó: andamos arando. Así araba en sus primeros años de su vida campesina.
Pascual se desconocía a sí mismo. Al ir tras la yunta iba cantando los mismos cantos de arada que había oído; le salían del alma lentamente como si manaran gota a gota. Al terminar un surco, llamaba por sus nombres a los bueyes, quitaba con la garrocha la tierra de la reja, crujían las coyundas en los tensos cuellos y empezaba de nuevo la línea del esfuerzo.
Las yuntas emprendieron el regreso y Pascual se sentó al pie de un fresno secular. Estaba contento, inmensamente satisfecho.
Cuando se hallaba a solas, tenía la costumbre de meditar. Gustaba con frecuencia de repetir en su imaginación las escenas en que había tomado parte, examinar lo que había hecho, dicho u oído y pensar sus propios actos. A veces se abochornaba de haber obrado a la ligera y le dolía encontrar alguna pequeña injusticia que había cometido sin querer.
-¿Qué agradable velada la de la noche anterior en el Revolcadero? -pensaba Pascual-. Todos cantando alegres, todos felices. Casi no habló. Escuchó en silencio aquellas viejas melodías que había producido el pueblo anónimo, que se había conocido siempre sin acertar a tener más seguridad que la que eran del Estado. Escuchó con detención y le pareció que eran voces de la tierra, de aquella tierra húmeda por las lluvias de la estación, tierra que olía como mujer recién bañada.
Aquellos sones, gustos, canciones y corridos habían sido compuestos para propia y ajena recreación, carentes en su origen de armonía, sin afán de explorar la bolsa del oyente, sin plagios de compases o frases melódicas a que son tan aficionados los compositores que carecen de la sensibilidad que produce la misma inspiración, melodías que no eran en su conjunto más que prolongaciones de la antigua canción española, que se había modificado en su peregrinación por América, que había recibido un sello personalísimo al fundirse en el crisol de la raza tarasca o en las almas mestizas michoacanas.
Aquellas composiciones ingenuas -pensaba Pascual-, no tenía la tendencia a estragar el gusto artístico del pueblo no obstante que la letra apenas era diferente, en los sones costeños, de la copla andaluza. En realidad, era la misma copla trasplantada.
Las gentes de la tierra caliente michoacana eran más sensuales que las de la sierra, más vivas en su ritmo, picarescas en su sentido. Había muchas en que al cantarlas enardecían al oyente y le hacía fijarse en las camisas femeninas que más que cubrir, parecían denunciar las redondeces incitantes como fruta madura y olorosa. ¡Qué diferencia con la música de la sierra! Pirecuas, suaves, armoniosas, exquisitas, llenas de colorido, sedantes y dulces como un sueño de amor.
Esa era la música y ésas eran sus gentes. Ritmo y armonía de acuerdo con el clima michoacano; paisaje y sentimiento desbordados en cantos por la misma necesidad que sienten los artistas de los bosques como el zenzontle, el pájaro de los cien cantos, el huitacoche, desfigurado en nombre náhualt de cuicacoche, de cuica, canto, y otros pajarillos que tenían menos riqueza, pero no menor sentimiento. Cantos bellísimos que habían nacido al calor de una dulce pena de amor, de un desengaño, de una esperanza, de un ingenuo sentido de buen humor o una tristeza infinita al vislumbrar el cercano fin de la existencia.

De: “Antología de prosistas sinaloenses”. Antologista Ernesto Higuera. Texto de Alfredo Ibarra Jr.; Culiacán, Sinaloa, 1954. Imagen, obra de Alfredo Zalce, detalle.

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