Decía Mark Twain que «Escribir es fácil. Lo único que tienes que hacer es cruzar las palabras erróneas.» Claro que para ello hay que tener la suficiente osadía. Ródari teorizó este germen de la escritura denominándolo binomio fantástico, es decir cuando se aparean poéticamente dos cosas que no conjugan fuera del plano de la ficción. Esto implica forzar los límites de lo que nos ha sido dado, de lo pronosticable, de lo proyectable. Gritar lo no dicho, revelar lo velado a través de una ficción inusitada.
La paradoja como fondo y forma constituye nuestra labor desde antes de Esquilo a la fecha. Pero un problema adicional nos suma este nuevo milenio a los autores: debemos sortear la pseudo realidad que se construye a través de los medios de comunicación masivos y el lenguaje abusadoramente eufemístico que de ellos emana, cuando intentamos allegarnos a la poética y alejarnos de la crónica. En este mundo mediático paralelo, el disparate se consolida como una lente habitual que por repetitivo y uniforme, anestesia razonamientos elementales y maquilla flagrantes contradicciones.
Nos comunican con total naturalidad que a un señor que le dieron un premio nobel de la paz «por acciones futuras» lo ha honrado con 8 años de guerra arrojando en ese lapso 2,7 bombas por hora y es una pena que se aleje del cargo ya que ahora la paz corre riesgo de quebrarse. Escribir se pone más difícil y sobre todo para los dramaturgos, que nos valemos de la contradicción, que por lo descrito, ya no es alarmante. Ya no se trata de pararnos con un espejo grandilocuente frente a la sociedad porque la misma posee en gran medida un estado de conciencia postizo.
Por ende la figura que reflejemos no le será reconocible. Pareciera que hoy es insuficiente como Moratín («El si de la niñas) o Ibsen (Casa de muñecas) confrontar a la sociedad con nuevas ideas y superar el escándalo o la catarsis volátil que ocasiones para acceder a la reflexión. Así, como Casandra, maldecida por Apolo, se nos da – con suerte y a veces – el don de la profecía, esta nueva era comunicacional nos impide que quien nos escuche crea en ella. Enfrentamos el desafío de hallar nuevas herramientas que complementen las habituales para dotar de eficacia a nuestra escritura. Alejandro Robino, argentino.
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