No olvides que en la Adversidad, la Paciencia es flor azul y con ella la Fatalidad parece ahogada en su tul.
Por la colina corría entre un muro de flores y de plantas, una niñita. Se adivinaba su cansancio, más parecía que él no disminuía su voluntad. Una vez que llegó a la colina se detuvo indecisa, sin saber qué camino escoger. Al llegar abajo, la obscuridad le impresionó. Si caía luego la noche, ¿dónde encontraría refugio? A pesar de que apuraba el paso, la noche también se apresuraba a caer, pues ya el sol se había puesto. Luego divisó una gran torre circular. ¿Acaso sería la puerta del castillo, sin duda, o la habitación de un guardabosque? El cansancio confundía a la pobre viajera y las primeras estrellas le hicieron comprender que era imposible continuar su camino. Entonces tomó valor y llamó a la puerta, que solía abrir una anciana, tan vieja, que parecía tener siglos. Llevaba un traje de lo más exótico, falda ancha, el corpiño estrecho, las mangas caían hasta el suelo y ostentaba un gorro puntiagudo, prendido con un velo de estrellas plateadas. Tenía además en la mano, una linterna.
-¡Buenas tardes, Genoveva! –exclamó-. Por fin nos has llegado, entra, entra.
La viajera abrió tamaños ojos, asombrada. ¿Cómo era esto que esa extraordinaria vieja la conocía y la esperaba?
Una lámpara que colgaba del techo iluminaba la vasta sala donde entraron. Era un salón circular, con doce mesitas y al centro una mesa grande.
Genoveva miró a su alrededor sorprendida, pero no vio nada más que, fuera de la vieja, a un gato negro sentado a la mesa.
La anciana dejó la linterna, ofreció a Genoveva una taza de leche y comenzó a escribir en un libro: “Genoveva, once años. Huyó de la casa al alba y llegó a su destino al tiempo debido. Una niña impaciente por excelencia, no ama el estudio ni tampoco el trabajo. Para colmo, después de su merecido, ha huido sin acordarse del inmenso dolor de su madre”.
Genoveva, toda avergonzada, escuchaba. ¿Era cierto pues, que los “grandes” no ignoraban nada de lo que hacemos los chicos?
Cerró el libro la anciana y tomó nuevamente la linterna invitando a Genoveva a que la siguiera. Subieron una sala donde había doce camitas, once de las cuales, se hallaban ocupadas. La duodécima estaba lista para Genoveva.
-De mañana -dijo la vieja-, la campana te despertará para el trabajo.
La niña quería protestar, pero no se atrevió.
-¡Ta lan! ¡Ta lan! –Este ruido despertó a la fugitiva, que creyendo soñar, se dio vuelta en la cama.
-¡Ta lan! ¡Ta lan! –Genoveva abrió los ojos y vio a sus once compañeros en pie.
-¡Levántate, floja! –dijeron en coro-. Si no te levantas, la abuela Paciencia te redoblará el trabajo.
Genoveva, bostezando, se puso el vestido y no tuvo tiempo para lavarse y peinarse.
-Buenos días –saludó la abuela Paciencia-. Veo que Genoveva no sabe vestirse ni hacer su cama.
Temblando de rabia, Genoveva tuvo que hacerse su cama, lavarse y peinarse, y sólo cuando tuvo todo en orden, la vieja la dejó tomar desayuno.
Entretanto, en la sala los niños se hallaban sentados frente a la mesa. Cada uno tenía una canasta llena de trigo y al lado unos minúsculos saquitos. La sala estaba llena de luz.
-Toma tu puesto- dijo la abuela a Genoveva-. Haz lo que hacen las demás para que aprendas la virtud que domina al mundo. Por eso has venido a buscar asilo donde mí, porque al lado de tu madre te parecía duro el trabajo y el estudio. ¡Cuenta, cuenta! ¡Ten cuidado! Los ojos del gato pardo te siguen; y un grano de más o de menos que eches al saco tendrás que volver a comenzar de nuevo; hasta que termines tu trabajo no hay comida.
Por toda respuesta, Genoveva echó a llorar.
-¡No, no, quiero irme a mi casa! ¡Quiero ver a mi mamá!
La abuela Paciencia la dejó desahogarse un poco y después le dijo:
-Querida hija, no sacas nada con desesperarte, tu madre estará feliz de verte un día, buena y dócil, como ella lo desea. ¿Te hacía falta cariño a su lado? ¿Por qué has huido entonces? Ahora no es tiempo de remediar el mal. Cuando aprendas a tener paciencia, entonces se abrirá la puerta de la torre y podrás salir. Ahora, ¡al trabajo!
Los granos de trigo pasaban por las manos de la pobre Genoveva húmedos de lágrimas. Esa noche llamó sin cesar a su madre. La chica estaba decidida a huir, pero por más que recorrió la sala, no vio ninguna puerta.
-¡Saldré por la ventaba! –se dijo resuelta. Pero cuando quiso poner en práctica su propósito, la ventana comenzó a subir, a subir, tanto que no podía alcanzarla.
Una terrible carcajada se oyó en el silencio de la noche. Era la abuela Paciencia acompañada de su inseparable gato pardo.
-¿Huir? –Dijo la anciana-. ¡Pobrecilla! Creo que si no cambias de resolución, ni en diez años se abrirá la puerta. No basta trabajar, hay que comprender que el castigo es merecido.
Y acto continuo la vieja pasó a Genoveva una madeja de seda finísima, de todos colores, que había de desenredar sin cortar ninguna. Genoveva empezó a desenvolver la seda, pero luego le dio rabia y la rompió. Más éstas se enredaron más y sólo al cabo de doce horas logró desenredarlos todos.
Cada día tenía Genoveva un trabajo distinto y después de unas cuantas semanas la chica ya no se quejaba y aprendió a vestirse, a peinarse y a obedecer. Seis meses después era la alumna más atenta, nada la distraía de su trabajo y se había persuadido de que para romper el encanto había que resignarse.
Después del verano llegó el suave otoño, y en seguida del riguroso invierno la primavera, con sus perfumes y encantos. Genoveva era la alumna más antigua y predilecta de la abuela. Era la primera en levantarse y trabajaba con paciencia y diligencia. Una mañana de verano encontró la puerta abierta y en el umbral a la abuela Paciencia con su inseparable gato pardo.
-¡Oh, abuela Paciencia! ¿Soy acaso digna de la libertad de este hermoso bien?
-Sí, hija mía. Has pasado tu prueba, tu dura prueba. Y donde has dejado lágrimas, encontrarás sonrisas. Te doy como recuerdo el primer saquito de trigo que llenaste. Cuando los contratiempos, los dolores de la vida te venzan, míralo y recuerda cuánto te costó esa prueba. Es un amuleto. Recuerda que en la adversidad, la Paciencia hace más fácil resistirla. ¡Anda, que tu madre te espera!
Genoveva partió como una ligera golondrina y al volverse para saludar a la anciana, la naturaleza toda le pareció de una belleza desconocida hasta entonces que le expandió el corazón, fuerte ahora ante la vida.
Referencia: “El Libro de las Doce Leyendas”, Editora Zig-Zag, Madrid, 1939.
Comments