Digamos ante todo que La Grande Bouffe (La gran comilona) es la experiencia más distinta, más «fuera de libreto», más fantástica que haya vivido jamás en el campo de la cinematografía, sea por la atmósfera que se llegó a crear durante el rodaje, sea por el tipo de película (una de las más «singulares» que se hayan filmado nunca, en la cual la comida entraba en nuestras interpretaciones actorales así como nuestras interpretaciones estaban estrechamente ligadas a la comida, si no determinadas por ella).
Llegamos a la vieja mansión, en el centro de París, algo aislada de los otros palacios, consciente de su importancia; una vieja casa, cuyo jardín abandonado era como una amarillenta boa de plumas de avestruz, colocada alrededor de los muros para proteger sus arrugas de las miradas indiscretas, a fin de que pudieran envejecer y morir defendiendo una suerte de pudorosa privacidad.
Notamos en seguida esa extraña atmósfera de descomposición, a la cual, por otra parte, estábamos preparados por haber leído el libreto. Nosotros mismos debíamos morir, uno tras otro, entre esos muros.
Eso no nos impidió habitarlos. Piccoli, Mastroianni, Noiret y yo nos hicimos asignar dos cuartitos en el último piso, en los que nos reuníamos durante las pausas, en los momentos de descanso y, sobretodo, de digestión.
Durante los primeros tres días de trabajo nos dimos cuenta de que el director Ferreri nos hacía decir cosas completamente diferentes de las escritas en el libreto. Es más, dejaba que nosotros mismos sugiriéramos, inventáramos las frases, escena por escena. Y esto ocurrió superando la barrera de presunciones que, normalmente, afligen a los actores. Se creó un clima perfecto, tal vez irrepetible, porque en lo sucesivo nunca ocurrió que un actor se sintiera defraudado si otro tenía más frases que él. Se llegó a establecer una competencia de perfeccionismo y altruismo, de manera tal que, en determinado momento, cada uno cuidaba más del rendimiento de los colegas que del propio.
Y así, decidimos romper el libreto. Mientras Ferreri estaba en el jardín, preparando una escena, le cayeron sobre la cabeza las mil hojas del libreto, hechas pedacitos.
La película se rodaba cronológicamente, del principio al, final: ya estaba claro que lo haríamos día a día, todos juntos.
Sucedía que, por la mañana, si estábamos convocados para las ocho, el chef enviado especialmente por Fochon para cocinar el menú del día tenía que estar listo a las seis: nunca tardaba menos de dos horas en preparar el libreto gastronómico que recitaríamos ante la cámara.
Y, cuando llegábamos al set, en lugar de ver con los ojos las escenas que filmaríamos, las veíamos con la nariz. Olíamos los olores que provenían de las cocinas y sabíamos qué nos aguardaba.
– Hoy, muchachos, recitamos el riñoncito bourguignonne… -decía Mastroianni. O bien:
– Hoy interpretamos el puchero mixto… Y Noiret agregaba:
– Lástima, ¡hubiera dado lo mejor de mí mismo por un soufflé de queso!
Nuestro ingreso en el set estaba puntuado por olores. Según el perfume que impregnaba el aire, sabíamos el destino que cumpliríamos en la escena a interpretar.
La cosa, pues, arrancaba muy bien. ¿Existe algo mejor, en efecto, que entrar por la mañana al lugar de trabajo y sentir el perfume de la comida que comerás un par de horas más tarde? Muy a menudo, sin embargo, terminábamos por comer la exquisita comida, no dos horas más tarde, sino a las siete de la noche, sometiéndonos a un molesto ayuno que no pocas veces interrumpíamos para ir a comer un buen almuerzo en la hostería más cercana. Porque rara vez renunciamos a la comida del mediodía. En todo caso, renunciamos a la línea.
A medida que el rodaje avanzaba, nos sentíamos como drogados por la comida, obsesionados por la necesidad de atragantarnos de cualquier manera.
Pero lo más extraordinario es esto: la película, que no es una película sobre la gastronomía sino sobre la sociedad de consumo, sobre la crisis existencial, sobre el naturalismo humano, sobre la falta de fe, sobre cualquier cosa, se desarrolló mágicamente como en una especie de partenogénesis, porque el clima de desolación se instaló en el set sin que nos diéramos cuenta, lentamente, día tras día. Llegó el momento en que hasta todos esos perfumes que provenían de la cocina comenzaron a sernos menos agradables y, más adelante, francamente nauseabundos.
Sabíamos que debíamos morir todos. A medida que la filmación proseguía, cuando alguna comida ya era preludio de muerte para uno de nosotros, un puré ya no tenía sabor de puré ni siquera para los demás, a pesar de que estuviera perfectamente cocinado, como siempre, por el chef de Fochon: tenía ya sabor a descomposición.
Y luego, sin que nos percatáramos, comenzó el desorden, ese desorden que aparece también, clarísimo, en la película. Después de tantas y tantas escenas de comidas pantagruélicas, por todos lados inevitablemente quedaban diseminados restos de alimentos, trozos de postre, huesos poco deshuesados. Y , en la casa, nos encontramos con grupitos siempre más curiosos y hambrientos de gallinas, pavos, pavitas que venían a picar golosinas mucho más suculentas que su escuálido maíz cotidiano. No se asombren, no – es que en París las gallinas y los pavos recorren las calles igual que las palomas. El hecho es que teníamos, en un rincón del jardín, nuestra reserva de animales-genéricos, que,después de maquillados y puestos en el horno, interpretarían las escenas más importantes de la película.
Estos animales, diseminados por la casa, y que ya no teníamos muchas ganas de echar, transformaron lentamente la mansión en una especie de pocilga campestre. En fin, hacia la mitad de la película, estábamos ya en un estado físico y espiritual de descomposición progresiva. Y, entonces, ocurrió otra cosa mágica.
Cuando Mastroianni queda congelado ante el volante de la Bugatti que quiere hacer arrancar, a toda costa, durante una noche de frío polar y nosotros, al amanecer, nos damos cuenta de su muerte y lo encontramos allí, petrificado, con los ojos abiertos de par en par, cubierto de nieve, tiene lugar esa escena que todos conocen. Terminada la cual, Marcelo se vio libre ya que, como les dije, la película se rodaba cronológicamente; y en esto reside, tal vez, su mayor fuerza. Al día siguiente, Marcello partió temprano y nosotros ya no lo encontramos cuando llegamos al set. Noiret, Piccoli y yo éramos los tres que habían quedado. No podíamos alejar un sentimiento de desazón, una cierta angustia. Unos días después, prosiguiendo con el rodaje, le llegó el turno Piccoli, con esa muerte horriblemente fisiológica. La mañana siguiente, terminadas sus tomas, además de desaparecer de la trama de la película, Piccoli desapareció también físicamente. Y en el cuartito de arriba, que había compartido conmigo, su cama quedó intacta. Sus cosas habían desaparecido. Guardadas por manos piadosas.
Noiret y yo, los supérstites, nos maquillamos con tristeza ese día. Y me pareció natural preguntar:
– ¿Y Piccoli? ¿Y Marcello? ¿por qué no volvió a aparecer?
Noiret, desorientado, me respondió: – Si han muerto.
– Ah, sí… -dije yo.
La atmósfera era decididamente pirandelliana, y nosotros no podíamos sustraernos a esa extraña sugestión que nos había atrapado lentamente y que ya no lograba abandonarnos.
Nos sorprendíamos mirándonos en los ojos, en los que leíamos, recíprocamente, un vago sentimiento de miedo. Un día, Noiret me susurró:
– Pero tú, ¿cuándo mueres? – Mañana -contesté.
Lo vi turbado.
– Me quedo solo -dijo, como para sus adentros.
Cuando filmamos mi escena final y Noiret estaba cerca de mí, solícito, dándome de comer en la boca para acompañarme a la muerte hasta el final, al mirarme en los ojos me dirigía una especie de ruego: «Por favor, no te mueras.. ¿Qué haré yo solo?»
No pude quedarme a hacerle compañía en el set. París me reclamaba con sus tentaciones y sus cien restaurantes famosos. Murió solo, pobre Noiret, y nosotros pudimos ver su última escena solo después de terminada la película, durante una proyección que tuvo lugar unos veinte días más tarde. Nos volvimos a encontrar los cuatro. Y tuvimos una reacción curiosa pero, también, muy humana.
Cuando nos volvimos a ver nos abrazamos con un entusiasmo y un empuje desproporcionados teniendo en cuenta el breve tiempo de la separación. Y comprendimos que aquellas efusiones encerraban la extraña alegría, la incrédula felicidad, el primordial regocijo de volver a ver un querido amigo que creíamos muerto.
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