Trasunto fiel de la ceremonia con que los pueblos hacían entrega de su tributo al encomendero, allá en los lejanos tiempos de la Colonia, es la danza de “los negros”, que actualmente practican en la ciudad de Tzintzuntzan (lugar de colibríes) un grupo de indios purépechas, con motivo de sus fiestas religiosas y principalmente el día 2 de febrero de cada año.
Tzintzuntzan, fastuosa capital del Imperio Purépecha y del reino de Mechuacan, situada en una de la riberas del lago de Pátzcuaro, se transformó a la llegada de los españoles en sede del obispado y metrópoli de la provincia recién conquistada, importancia que perdió muy pocos años después, por su carencia de agua potable, hasta convertirse en un pequeño y callado pueblo de pescadores que sólo conserva de su muerta grandeza las ruinas de las “yácatas”, sepulcro de sus reyes, y el convento y capilla, cuyos muros ostentan la hermosa pintura “El Descendimiento del Señor de la Cruz” atribuida al Tiziano, y es inicial humilde de una catedral que nunca llegó a construirse en este sitio.
Como todos los naturales de los distintos pueblos que salpican la ribera del lago, los de Tzintzuntzan son artistas y conservadores por intuición, gustan de las modulaciones dulces del tarasco, su primitivo y actual idioma; aman la música de Jarácuaro que en poéticas melodías llenas de carácter, cantan la belleza del paisaje y la delicadeza de su espíritus; gozan con las joyas cinceladas por los orfebres de Pátzcuaro, con los labradores de las fajas de Huarinchepo, con la flores fantásticas tejidas en los sarapes del Nahuatzen; con la decoración de las bateas policromadas en Uruapan y con los rebozos “palomos”, las camisas bordadas, los telares suntuosos y los “resplandores” que lucen sus mujeres; pero, sobre todo, lo que conmueve sus almas hasta lo más profundo, son las representaciones de sus bailes, síntesis del color, ritmo y armonía que palpita en el ambiente.
Nada más conmovedor que llegar a este pueblo en un día feriado. Una multitud de sombreros puntiagudos y sarapes ricos en color cubre la explanada que nos separa del caserío; las músicas de Jarácuaro y San Bartolo desgranan el sartal precioso de los sones laguneros, y al entrarnos en la ciudad nos sorprende el aspecto bello y fantástico de las calles, entoldadas con los chinchorros cuyas mayas se combinan y dejan ver un río de flores que corre sobre las cabezas de cuatro grupos de danzantes, escalonados hasta la Capilla del Descendimiento, corazón y centro del poblado.
Milagro de color y de música es el panorama. Los tambores y las chirimías, las sonajas y los violines, las jaranas y las arpas, los instrumentos de viento, etc., cantan todos y cada uno su distinta canción, entrelazándolas hasta convertirlas en un son único, que es como un himno grandioso de la raza purépecha.
Aturdidos nos acercamos a grupo de danzantes que nos atraen por el exotismo de su indumentaria suntuosa: se cubren la cabeza con un paño rojo en forma de capucha echada hacia atrás y que les cae hasta un poco más abajo de la nuca, rematando en unos listones angostos y largos de distintos colores.
Llevan los danzantes camisa blanca de lino con pechera tableada, cuello y puños almidonados. Usan en el cuello y el pecho largos collares de coral con bolitas de plata y figuras cinceladas, como pescados y “milagritos”. En la cintura, faja roja de seda, y algunos de ellos una pequeña red hecha con hilos de colores. El calzón blanco, muy ajustado hasta la rodilla, en donde se amplía y forma hasta el zapato una gran cantidad de tablitas almidonadas. Se colocan encima de este calzón un pantalón abierto, en forma de triángulo, que se sujeta por atrás y que está hecho de paño negro o azul muy oscuro con adornos de galón dorado; se abrochan afuera, por los lados, con cabecitas de león y pescados de plata. Llevan sobre el hombro izquierdo dos enaguas de vivos colores, finas, amponas, y adornadas con olanes negros.
En las tres primeras partes de la danza aparece un personaje a quien llaman “siñor amo”, y el tercer tiempo del bailable toma también este nombre. Es un “charro” que viste traje negro sin adornos, y se toca con un gran sombrero de fieltro, igualmente negro, del que cuelga por detrás, a manera de paño de sol, un gran lienzo de lino lleno de calados, semejante a los que se usan en las iglesias. Se cubre con una gran manga negra de hule, y en los pies, sobre los zapatos, trae enormes espuelas. Cubre su cara con una gran máscara de madera, parecida a las caras de santos, y monta una mula blanca.
El conjunto bello y raro, al compás de la música, principia a desenvolver en sus evoluciones el tema colonial, cuyo argumento pinta cómo llegaban los representantes de los pueblos ante el encomendero, para hacerle entrega de su tributo en burlescas faldas de mujer que llevan al hombro durante todo el baile, posiblemente para simbolizar su propia sujeción y cobardía.
De: “Nuestro México”, Rafael M. Saavedra, ed. JUS, México, 1974.
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