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Ignacio Chávez, palabras reveladoras: Mensaje a los estudiantes del Colegio de San Nicolás de Hidalgo

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He venido a mi viejo Colegio, después de visitar la Facultad de Medicina, y no puedo ocultar la impresión que me causa esta acogida tan amable, lo mismo que las palabras amistosas que me brindan maestros y estudiantes.
No he tenido necesidad de tocar a las puertas de esta Casa para entrar en ella, por una sola y fundamental razón, porque yo no he salido nunca de aquí. Me he alejado, pero no me he desprendido; mis raíces intelectuales, cívicas, morales, todas se han nutrido con la savia de este Colegio, y aquí siguen, y así lo he proclamado siempre. Yo no creo ser tampoco el hijo pródigo, el hijo que se ausenta y que regresa largo tiempo después, añorando su primitivo hogar. Cuando estudiante yo desgasté las piedras de estos corredores en los seis años que duraron aquí mis estudios; aquí me inicié en mi labor docente como Profesor de Historia Universal e Historia de México; aquí volví al día siguiente de mi graduación, para ser Rector de la Universidad; aquí volví también más tarde, en ocasión de conmemoraciones como el bicentenario del nacimiento de Hidalgo y en otras muchas veces en que vine invitado por distintos Rectores para decir un mensaje a los estudiantes. Como se ve, alejándome y todo, conservé mi contacto y mi raíz está vivo.
Hoy vengo y recibo esta prueba nueva de adhesión, de amistad, de simpatía, de parte de las Autoridades Universitarias, de parte de su grupo estudiantil y de sus profesores. Quiero agradecerlo muy viva, muy hondamente. ¿Pero cómo corresponder a eso? ¿Qué puedo decirles en respuesta a sus mensajes? ¿Decir yo uno mío? No vengo desgraciadamente preparado, ya que esto me toma de sorpresa. Sin embargo, hay cosas que no necesitan prepararse y diré a ustedes, en unas cuantas palabras, algo de lo que la vida me ha enseñado, algo de lo que he repetido contantemente a los estudiantes de distintos lugares, particularmente a los de la Universidad de México en los cinco años en que desempeñé el puesto de Rector.
Me refiero a la pregunta angustiada que flotaba siempre en el ambiente. ¿Cuál es nuestra obligación de estudiantes? ¿Está bien, preguntaban, que nos dediquemos puramente al estudio y que nos convirtamos en grandes técnicos y hasta en sabios? ¿Es ese nuestro papel dentro de la Universidad? ¿Es esa nuestra obligación fundamental? ¿Está bien que oigamos el grito de lo que afuera pasa, el clamor de las necesidades angustiosas del pueblo, de las injusticias que presenciamos y que nos quedemos en silencio? ¿O debemos participar en la política y salir con el puño en alto, con el grito airado?
Qué difícil es contestar una pregunta de ésas, porque de un lado y de otro hay muy buenas razones que esgrimir. Al decir muy buenas razones no quiero con esa dar a entender que haya buenas razones para que el estudiante se dedique sólo a sus libros y a una preparación, aislado de todo y que olvide lo que afuera pasa en su mundo; que no se desentienda de lo que hay de sufrimiento humano y procure salvarse él y dejar que los demás se hundan. No; entendámonos. La obligación primordial de todo estudiante está en prepararse para prestar mañana un servicio altamente calificado en beneficio de los demás, no para su propia satisfacción, ni menos para el lucro y el disfrute egoísta. Está en prepararse, sí; pero en prepararse con una finalidad, la de servir más tarde a su país y reformar todo aquello que encuentre defectuoso; luchar, sufrir y sangrar hasta la agonía si es preciso; pero que cada quien contribuya a dejar el mundo mejor de cómo lo encontró.
Al llegar allí todo mundo está conforme. ¿Pero cuándo debe empezar esa labor? ¿Debe empezar cuando los estudiantes están en las aulas? Para quienes piensen así contestaré que no; que hay que esperar a más tarde, a madurar, para que como dirigentes calificado impongan los remedios. La pregunta natural de ellos era entonces: ¿Quién puede aguantar, honradamente, guardar silencio frente a las iniquidades que se contemplan, quién puede observar un atropello y quedarse callado, en espera de madurar un día para reclamarlo? ¿No se nos ha dicho, no se nos ha enseñado que lo que debemos cohonestar el pensamiento con la acción? ¿No el consejo de Séneca sigue en pie, de lo que la vida tiene que igualarse con el pensamiento? Y si pensamos así, ¿Por qué se nos impide que actuemos así? ¿Si miramos que esto es debido y justo, porqué no salir a combatir por eso que consideramos justo?
¿Quién tendría derecho de objetar el valor de un argumento de esos? Y sin embargo… Déjenme ustedes decirles cuales eran las reflexiones a que yo invité siempre a los estudiantes, cuando hace años dialogábamos sobre estos temas. La obligación esencial de ustedes, jóvenes, les cedía, la número uno, aquella que está en la prioridad de sus obligaciones morales, es la de estudiar y prepararse para servir bien. Esa es la de tenerlos como grupos de privilegio. No olviden que en un país como México, que tiene cerca de 45 millones de habitantes, no pasan de 200,000 los que siguen estudios en el nivel superior. Ahora añado, es posible que mi cifra haya sido rebasada y que este año en que ya somos 50 millones, llegue a 250,000. ¿Qué son doscientos cincuenta mil jóvenes en el nivel superior, para 50 millones de habitantes? Representa apenas el 0.5%. ¡Qué pobre, qué miserable cifra de grupo en formación intelectual tiene el país! Pienso que si éste los pone aquí en situación de privilegio, es porque los necesita; porque le urge que ustedes se preparen para que le resuelvan la tremenda situación en que nuestras leyes o la torcida aplicación de ellas colocan a las gentes débiles y se acabe así con la injusticia reinante; a los médicos, para que cuiden la salud del pueblo de un modo eficaz, no como burócratas, no como quien busca sólo percibir un sueldo sino como quien rinde un servicio de calidad; al ingeniero, para que resuelva tantos problemas de vivienda, de sanidad, de comunicaciones en este país que sufre de aislamiento.
¡A todos nos toca una tarea que cumplir y esa tarea es la que el Estado nos pide, es la que la nación nos exige! Pero su exigencia empieza en que nos preparemos bien para rendir un buen servicio. Nada es más odioso que la simulación; fingir que se sabe cuando no se sabe, fingir que se sirve cuando en lugar de eso se lucra, o cuando se abandona miserablemente la responsabilidad; cuando se aparenta lo que no se es. En este país estamos enfermos de improvisaciones, de arribismo, de asaltos a los puestos de mando. Cuando las juventudes de ahora se preparen bien para realizar mañana bien lo que la Nación espera de ellos, es cuando habremos realizado la función fundamental.
Sí; ¿pero entretanto vamos a guardar silencio? Me preguntaban. No; cada vez que haya una cosa en que la dignidad del hombre, en lo esencial, quede comprometida, está bien que se oiga la voz estudiantil como conciencia nacional que reclama; está bien que mantengan siempre alerta el espíritu crítico sobre los problemas nacionales; pero de eso a estimar como misión primera el mitin político, la asamblea política y la manifestación ruidosa, olvidando los libros, abandonando el trabajo escolar y preparándose mal; frustrándose ellos y frustrando al país, al llegar allí ya no puede uno seguir a los líderes inflamados. Cuando uno de ellos dice, yo voy a salir y protestar; ¡muy bien!, sal y protesta, pero mañana ven de nuevo a tu clase; ven y trabaja, porque el trabajo tiene que ser de hoy, de mañana y de todos los días. No olvides de tener éxito legítimo en la vida, el merecido. El éxito ganado por asalto, el éxito robado, ese no es éxito, ese no puede satisfacer a una conciencia honrada. Para eso hay que trabajar fuerte, y cuando las circunstancias obliguen a la intervención en la política, muy bien, aplaudámosla, con tal de que la actuación sea sincera, honrada, valerosa, desinteresada. Pasado el episodio, los libros reclaman el primer lugar.
Contaré a ustedes una anécdota que ilustre esto, para que queden claras las cosas. Un día me invitaron los estudiantes de una de las facultades más politizadas de la Universidad al cambio de su mesa directiva. Yo no acostumbraba asistir a ese tipo de ceremonias, porque son tantas que en eso se gastaría mucho tiempo; pero en esa vez había razones particulares que me incitaron a aceptar y fui. El presidente que entraba pronunció un discurso vehemente, ricamente cargado de pasión política. Hubo momento en que parecía que el orador quería darle un tono incendiario, a juzgar por la vehemencia, la pasión y el arrebato. Ofreció que se acabaría todas las contemplaciones, que la directiva iba a luchar porque no cambiaran las bases de esta sociedad, que cambiara el Gobierno, que cambiara la educación; que ellos, los estudiantes, en vez de estar perdiendo el tiempo oyendo a profesores que no tenían gran cosa que enseñarles, se proponían salir para ayudarles en sus necesidades, para organizarlos y preparar así la lucha de mañana. Esa era, en síntesis, la esencia del discurso nuevo presidencial.
Terminada la ceremonia, yo me puse en pie: No intento repetir, les dije, la escena de Daniel en la jaula de los leones; pero permítanme que yo agregue un comentario, que haga una glosa de lo que acabamos de oír, porque no estando conforme con lo que aquí se ha dicho, siento que sería cobardía de parte del Rector que se retirara sin decir en alta voz su inconformidad y las razones que la fundan. Si el diálogo es el clima que debe haber en nuestra Universidad, espero que no tomen a mal que no admita el monólogo. Ya hablaron ustedes y ahora voy yo a explicar mis puntos de vista. Expliqué entonces, poco más o menos, lo que acabo de decir a ustedes, pero agregué; Es posible que muchos, a oírme, digan; este señor ya está muy viejo para comprendernos; otros dirán: son ideas retardatarias; otros añadirán: claro, es un conservador, y todos ellos darán a mis palabras una interpretación peyorativa. Si ustedes piensan que estas ideas son propias de un viejo y sobre todo de un viejo conservador, me refiero a Lenin. Pues bien, Lenin, hablando a la juventud universitaria al día siguiente del triunfo de la Revolución, les dijo: “Jóvenes estudiantes, si yo tuviera que resumir en una palabra la obligación sustancial de ustedes, lo que el Estado espera de ustedes, lo que la Revolución exige de ustedes, yo exigiría esta palabra ¡aprender! Esa es la obligación primordial de ustedes, la obligación número uno. ¿Pero, aprender qué? ¿Lo que nosotros repetimos en nuestros folletos de propaganda? Y agregó esta frese terriblemente sarcástica: No; eso sería formar una hermosa generación de loros. Lo que ustedes necesitan aprender es todo lo que ha acumulado de ciencia y de técnica el viejo mundo capitalista para asimilarlo y ponerlo al servicio del pueblo y con eso dignificar un mundo nuevo.
Y enseguida yo agregué: podría suceder que algunos piensen que si Lenin hablaba así en aquella época, es probable que hoy hablara otro lenguaje. Pues bien, les dije, el año pasado, al inaugurarse los cursos en la Universidad de Pekín, el Mariscal Chuen Yi; el Ministro de Relaciones Exteriores, habló a nombre del Gobierno y dirigiéndose a los estudiantes les dijo: “Su fervor revolucionario no nos compensa de su incompetencia técnica”. He ahí dos frases, a casi medio siglo de distancia una de otra, en las que se escucha la misma lección. ¿Qué es lo que deben considerar los estudiantes como misión fundamental? En primer lugar estudiar y aprender. ¿Para qué? Para que de acuerdo con las convicciones leales, honradas, que se hayan formado en sus estudios, luchen por la transformación de su mundo al máximo de las capacidades que adquirieron y sirvan y ayuden al hombre. Porque no son las palabras las que componen al mundo. Las palabras levantan la muchedumbre, las palabras son capaces de arrojar un grupo humano a la lucha y acabar con una situación; pero las palabras solas no construyen; es el trabajo de la gente que se consagra empeñosamente, con inteligencia, con pasión, con método, siguiendo una idea directriz, lo que es capaz de edificar un mundo.
Para mi gran sorpresa, cuando terminé, yo que esperaba silbidos, quizá ataques, por hacer chocar en una atmósfera tan caldeada mis ideas contra las de los impacientes que querían abandona las aulas y dedicarse a la agitación; para mi gran sorpresa, repito, la asamblea entera se puso de pie para aplaudir, y el orador y sus compañeros más cercanos vinieron después a conversar conmigo y a darme explicaciones de su arrebato político.
Es –u vuelvo a decir, entendámonos bien- que yo no estoy aconsejando que el estudiante sea un monje que se enclaustre en su sala de estudios, su laboratorio, su biblioteca y su aula. No; debe caminar en la vida con los ojos muy abiertos, pero no los del cuerpo, sino como decía Montaigne, con los ojos del alma, tratando de mirar y entender las cosas para después ponerles remedio. Yo no estoy aconsejando que se mantenga alejado de la política, como de cosa innoble. Estoy diciendo que en las horas de crisis de la historia que le toque vivir, cuando peligren la libertad, la dignidad o la salud del pueblo hay al contrario que salir, gritar, decir su verdad, pero volver después afanosamente al estudio. Ese fue siempre mi mensaje y en aquella vez tuve la satisfacción de que lo escucharan con respeto y asintieran grupos muy exaltados, aún cuando, quizá después lo olvidarán.
Hoy que me toca hablar aquí y de sorpresa, no encuentro otro mensaje que decirles que no sé repetir lo que tantas veces he sostenido en tantos foros universitarios. Y al final agregar que sólo un éxito legítimo al puedan ustedes aspirar, es el que se merezcan por su esfuerzo. Luchen por merecer ese éxito y luego pónganlo al servicio de su país y de pueblo.

De: Revista de la Universidad Michoacana, número 5, septiembre de 1973.

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