Fui asiduo a la vieja Librería Gandhi de Quevedo, que ahora se cierra entre rasgaduras de vestidura, en esos anhelados viejos tiempos de los 80. Era hipnótico pasar entre los pasillos apretados, ver las novedades llegadas de España, suspirar por el último libro de Gunther Grass al ver su precio inalcanzable…..
Por supuesto, conocí a esos empleados a los que preguntabas: «¿Guerra de las Salamandras?» y el cuate se contorsionaba entre anaqueles, te lo sacaba, y te decía: «si te gusta este, seguramente te gustará el de John Wyndham»…. Total, salías con tres o cuatro libros recomendados por un verdadero lector.
Poco a poco, ese espacio cedió sus laureles a la sucursal aséptica de enfrente, donde los empleados no tienen idea quién fue Cervantes, pero son habilísimos en ponerte en las manos su tarjeta amarilla.
Ahora, esos libreros de cualidades portentosas como Arturo García Abraján ya no atienden en santuarios como Eureka. Comprar libros hoy ya no es cosa de tardes de lluvia, es cuestión de buscarlo en línea e ir a la sucursal más cercana a recogerlo.
Comprendo a esos «posers» que ahora hacen cola para llevarse gangas, mientras que entre saldos y novedades, hacen más tierna la acera. Pero tampoco dramaticen. Pronto se olvidarán que existió ese espacio, como se han olvidado de las miles de pequeñas librerías que perseverantemente han mantenido viva la flama del trato personal.
Y los que sí estuvimos ahí, tendremos el recuerdo del inefable placer de estar ahí un sábado en alguna presentación con una amiga culta que fruncía el ceño ante la portada del libro promocional de Paul Young…decía que no le gustaba por ser tan guapo y yo sentía, aunque me importaba un bledo, que era una manera de decirme que jamás sería el capitanazo de su corazón. / Salvador Quiauhtlazollin.
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