Esta vez lo vimos sobre la ruta entre palmeras negras que oscilaron levemente sus duras hojas enhiestas al oscurecer opacamente, en la mañana del año mil novecientos sesenta y seis.
Yo tenía dos hijos pequeños, una mujer rubia, una casa en el norte y una confusa marea de sentimientos que nos unían al mundo. Mariposas apasionadas en el fondo del pecho, oscuras como tordos dormían en su anillo de silencio.
Los chicos corrían frente a la máquina fotográfica que utilizaba el padre angustiado y despierto frente al tiempo, pero todo será inútil. El próximo eclipse se producirá dentro sesenta años y allí no quedará de ellos, de mí, de las mariposas azules muertas en el trópico ni un destello, ni una palmera, ni un recuerdo, ni un zorzal frente al río.
¿Comprenderán ahora lo que cuesta pararse encima de la curva del equinoccio lejano? ¿Comprenden ahora lo que duele mirar el país como si fuera una vieja hoja de gomero que puede apretarse en la mano, o mirar al sol cuando la luna lo enfría de golpe y sombras frías como tumbas caen entre los niños y los cohetes?
Comprendimos ahora el pavor de estar ya mirándose desde el lado oscuro de ese sol negro desde el sueño de unas fotografías amarillentas, desde un polvo que tuvo sus rostros, sus huesos.
Aquí la primavera ese año fue un poco fría y la monogamia comenzaba a extinguirse sin protestas, es cierto, pero saliendo por la ruta pavimentada fuera de las ciudades, todavía los caballos movían sus crines libres y las palmeras crecían como ajenas al movimiento del planeta.
Quiero decir que había lámparas en algunas casas todavía donde nadie observaba las constelaciones con temor o creía haber salido de la sombra del patio materno. Había multitudes que ignoraban que ese momento tenuemente elaborado por la inconsciencia de cada uno no volvería ya más hasta después de trescientos sesenta años de eclipse solar que en medio de la mañana provocó algunos temores en los animales del monte. Los chicos corrieron entre la luz y la sombra almorzamos luego con felicidad en el campo. / ALFREDO VEIRAVÉ. (Imagen: obra de Oswaldo Guayasamín).
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