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El origen de los “Diablitos” del pueblo de Ocumicho

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En 1966 Marcelino Vicente tenía 18 años, ojeras oscuras y una nariz tan afilada que, vista a contra luz, parecía hecha de papel encerado. Era un muchacho apacible, retraído, de los que crecen a espaldas de los adultos y sin hacer ruido por eso en San Pedro Ocumichu, una aldea tarasca en la sierra de Michoacán, nadie se explica cómo fue que Marcelino Vicente hiciera su pacto con el demonio, porque según se le había aparecido en una barranca.

No es que de la noche a la mañana Marcelino empezará a oler azufre; pero los ocumichenses les causó mucho miedo ver que sin previo aviso el muchacho diera por especializarse en modelar unos diablos de barro tan grotescos pero que inspiraban ternura. También hacia vírgenes, sirenas y guarecitas.

Bosques sin árboles: En los años anteriores, los habitantes del pueblo, particularmente las mujeres, se habían convertido en alfareros a fuerza, porque los cerros de la zona ya estaban casi deforestados y los pleitos por tierra a menudo les impedían cultivar los campos.

A falta de bosques para explotar, los hombres, cuando no se iban a Estados Unidos de braceros ni estaban ocupados en la cantina, se avenían a recolectar leña para los hornos de la alfarería y barro para que trabajaran las mujeres; pero como en el pueblo no abundaban los artistas, el hueso de la producción era de muñequitos sin gracia y figurillas de animales que se vendían por centavos en ferias y mercados de la región.

La idea de Marcelino Vicente de modelar diablos, de todos tamaños, diferentes, y en actitudes chuscas fue una inspiración diabólicamente genial. En las ferias de los pueblos cercanos y aún en lugares tan lejanos como Uruapan y Guadalajara, o el Distrito Federal cada diablo del innovador producía más dinero que un costal de animalitos moldeados, y poco a poco, algunos Ocumichenses empezaron envidiar la suerte del díablero.

La propia madre de Marcelino Vicente miraba su hijo sólo de costado, apretando las encías sin dientes; y los vecinos más píos se persignaba cuando veían al muchacho bajar cachazudamente por una de las tortuosas veredas que el pueblo llaman calles, pero el espíritu empresarial acabó por triunfar en Ocumichu.

Teodoro Martínez, en la actualidad un cincuentón robusto de tez como envaselinada y mirada de mercader turco, fue uno de los primeros en advertir el atractivo comercial de las innovaciones de Marcelino Vicente; aprovechando que medio de habla el español y en cambio el diablero solo  hablaba Tabasco, empezó a acompañar al muchacho en excursiones a mercados cada vez más lejanos de Ocumichu, hacerla de intérprete, captar la reacciones de los clientes, levantar pedidos y darle a Marcelino nuevas ideas para aumentar las ventas.

En el pueblo, mientras tanto Bárbara Jiménez le rezaba incansablemente a la virgen de la Inmaculada Concepción. Bárbara es una mujer alegre y desgreńada, ignora su edad, sólo sabe que se caso tal vez a los 15 años el año en que nació el volcán Paricutín y que tuvo 12 hijos de los cuales la mitad murieron antes de pecar. Secretamente envidiaba la habilidad del diablero, y un día se le hizo el milagro; La virgen le concedió el don de modelar unos diablos tan espantosos como los del vecino, y ni siquiera faltó un cura que tranquilizara la conciencia diciéndole: pecado no es hacer diablo sino hacer el mal.

Bárbara se lanzó desde entonces a modelar figurillas del maligno. También el intérprete Teodoro Martínez empezó a modelar diablos de barro. Otros siguieron el ejemplo y Ocumichu comenzó a ser conocido en la comarca como “el pueblo del diablo” pronto surgió una innovación que ha tenido gran éxito comercial: los diablos en actitudes pornográficas. Para Marcelino Vicente la gloria sólo dos años. Un forastero vestido de blanco llegó al pueblo cierto día en 1968 y sin hablar con nadie ni hacer preguntas se encamino a la cantina con pasos que parecía no tocar el suelo. Nadie lo vio trasponer la puerta pero todos lo vieron pararse frente a Marcelino, sonreír diabólicamente, sacar entre la ropa una Colt 38 y deshacerle al muchacho la cabeza balazos. El extraño salió de la cantina calmadamente y desapareció sin que nadie atinaras a preguntarle cómo se llamaba.

La muerte de Marcelino Vicente sirvió para prestigiar la industria de los diablos, y desde entonces los de Ocumicho se han esforzado por dar mayor variedad de sus productos: hacen “últimas cenas” donde todos los personajes no solo Judas el traidor, son diablos astados; Adán y Eva con cuernos donde en vez de manzana del hombre toma un seno de la mujer; parejas de novios con zatan como padrino u oficiante y una variedad  cada vez mayor de escenas pornográficas. Los mexicanos, dicen los de Ocumicho, se resisten a comprar estas últimas figurillas porque andan con la conciencia sucia,  pero los turistas extranjeros se las disputan en ferias y mercados.

¿Cómo distinguir una auténtica creación de los diableros de Ocumicho de una vulgar copia hecha en serie en el mismo pueblo o en aldeas vecinas? aparte de la apreciación estética, no hay modo de hacerlo. El FONART a intentado premiar a los artesanos más originales con un sello para que cada quien marque sus propias piezas, pero los ocumichenses se ríen de las ideas sobre propiedad privada y derechos de autor y, sencillamente, se prestan los sellos para poder vender más cara sus estatuillas entre 200 y 600 pesos según el tamaño de 20 a 30 cm y la complicación del diseño.

Por si las dudas: El intérprete Teodoro Martínez, que tras la muerte de Marcelino Vicente se erigió en el diablero mayor de Ocumicho, dice que en realidad el diablo no existe y que sólo fue inventado por Dios para meterles miedo a los pecadores. En consecuencia, aclara que es falso que el demonio está enterrado en Ocumicho, como dicen algunos envidiosos de pueblos cercanos.

Por las dudas, como si tomaran dosis de vacuna, Martínez y sus vecinos comulgan con frecuencia y tratan de hacer el bien cada vez que puede: son amables, pacíficos y hospitalarios y nunca reniegan de la miseria en que sobreviven.

¿Qué significa pare estos tarascos el raro culto al diablo que han inventado, que en realidad es como una blasfemia al revés según los antropólogos, es una forma de burlarse de la muerte. Porque la vida es tan triste que ni para burlarse sirve.

Referencia: revista “Contenido”, México D.F., Julio de 1983, autora del texto Mary Lou Dabdoun. Foto. Miguel Angel Romero.

En la imagen, el diablero mayor Teodoro Martínez, quien empezó como acompañante e intérprete del legendario Marcelino Vicente.

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