Por los años de 1775 a 1780 nació este célebre insurgente, en la antigua Valladolid, cabecera de la provincia de Michoacán, en el seno de una familia que disfrutaba buen concepto a la vez que algunas comodidades, y cuyo respetable jefe era don Lino Villalongín, hombre de probidad y acendrado patriotismo. La niñez y primera juventud de nuestro héroe están envueltas en la noche de los tiempos y sólo se sabe que, ya en el vigor de la edad, y gozando fama de atrevido y diestro jinete, Villalongín se unió al señor Hidalgo, cuando a virtud de la desgraciada batalla de Aculco volvió el egregio caudillo a Valladolid, en noviembre de 1810. Acompañólo en su marcha a Guadalajara, donde al ser reorganizado e ejército independiente, fue distinguido con el empleo de mariscal de campo por el Generalísimo, quien conocía ya del valor temerario y la decisión incondicional que por la causa de la Independencia tenía Villalongín. Este patriota, después de la catástrofe del Puente de Calderón, se internó a su provincia natal con una guerrilla formada por hombres activos y resueltos; y recorriendo con ella constantemente el territorio michoacano, distrajo de continuo la atención de las tropas realistas, que en vano le perseguían; habiendo sido innumerables las veces que el esforzado guerrillero, con golpes de audacia, derrotara al enemigo.
En Valladolid (hoy Morelia) se hizo memorable un hecho heroico que ha pasado de padres a hijos con todos sus detalles, y el cual deseamos que por ser verdadero, lo perpetúe la historia, y no lo lleven al libro de la leyenda sus mismas asombrosas proporciones. Fungía de comandante militar de la ciudad el despótico y cruel don Torcuato Trujillo, de tristísima recordación, y queriendo tomar venganza de los frecuentes descalabros que los insurgentes causaban a las tropas realistas, mandó a aprehender y poner en rigurosa prisión a las cónyuges de algunos de ellos, que vivían en este lugar, como sospechosas de conspiraciones. Por supuesto, que entre éstas se hallaba la esposa de Villalongín, doña Josefa Huerta, contra quien, por ser su marido el jefe más odiado, se dictaron las medidas más severas respecto de su reclusión, y aún se le llegó a condenar a muerte, a raíz de uno de los brillantes triunfos alcanzados por el valiente guerrillero sobre las fuerzas del gobierno colonial.
Era el segundo día de capilla de la infeliz esposa, cuando a los albores de la mañana, tras un ligero tiroteo habido en la Garita de Zapote al Oriente de la ciudad, se escuchó un tropel de caballos que a galope tendido y persiguiendo al retén que había en dicha garita, penetraban por la calle real de la ciudad hasta la Plaza de Armas. A ese retén se unieron algunos soldados de los de la guardia de la Casa Recogidas, que estaban entonces en un sólido edificio de dos pisos, que existió contiguo a la Capilla de las Animas, y en el cual se encontraba presa la esposa de Villalongín. Motivaba aquel alboroto el hecho de que el denodado insurgente, sabiendo el peligro que a su cara consorte amenazaba, con treinta hombres de los más valientes de su guerrilla había sorprendido a la fuerza que guarnecía la garita, y dejando en ese punto la mitad de su gente, y haciendo que la otra mitad penetrase con estrépito hasta el centro de la ciudad, él y su asistente se detuvieron a la puerta de la Casa de Reclusión, y acometiendo los soldados que aún quedaban allí, les hizo rendir las armas.
Y mientras el bravo asistente guardaba la entrada, el audaz jefe, prendiendo con ligereza las espuelas a su arrogante caballo, subió con ligereza las escaleras de mampostería hasta llegar al piso principal de mampostería, donde se hallaba el reo de muerte. Ella, al escuchar el tumulto, sale de la capilla y encuéntrase en los brazos de su esposo, que la estrechan y suben a la silla, descendiendo luego Villalongín las escoleras con aquella preciosa carga que había arrancado a la parca inexorable. Paso a paso y radiante de satisfacción, recorrió Villalongín la calzada que conduce a la garita, seguido de su fiel asistente y de la escolta que, después de llegar a la plaza y sembrar el pánico en la población, regresaba también al punto de partida. Allí, confiando a su asistente el cuidado de la prófuga tendió su gente sobre las Lomas del Zapote, esperando, como era natural, la salida de la fuerza realista a perseguirlo.
Así fue: cuando la sorpresa calmó, Trujillo hizo salir violentamente un escuadrón a batir al osado enemigo; pero éste, se hallaba preparado y tenía un jefe en la extensión de la palabra temerario, tan luego como los realistas hicieron la primera y única descarga, se les echaron encima con tal brío, que les obligaron a voltear grupas y regresar a la ciudad, seguidos largo rato por los jinetes de Villalongín, quien les había ordenado que no usasen los machetes sino era para azotar las ancas de los caballos del enemigo, pues, como todo valiente era bondadoso y humanitario. De esta manera concluyó aquella hazaña heroica, que hizo popular en toda la Provincia de Michoacán al denodado guerrillero. Muchos fueron todavía los rasgos de arrojo con que siguieron ilustrando su breve, si bien gloriosa vida de soldado, aquel infatigable insurgente al defender la noble y sagrada causa de la patria.
Pero en aquella época de prueba para los dignos hijos del generoso Hidalgo, estaba escrito que lloverían sobre ellos nuevos y tremendas desgracias. A fines de 1814, hallábase ocupando a Puruándiro, Villalongín, con un regular número de fuerza. Donde Agustín de Iturbide, que había intentado varias veces sorprender –siempre sin éxito- al famoso guerrillero, combinó con el Teniente Coronel Castañón caer sobre aquella plaza en el momento en que fueran menos esperados. En efecto, el primero de noviembre de dicho año, fiesta de Todos Santos, que antiguamente con más pompa que hoy era solemnizada en todas partes, la fuerza insurgente de diseminó por la población, entregándose al paseo y a la alegría, después de que su jefe hubo recibido aviso de los exploradores, de que el enemigo se encontraba en Irapuato. Serían como las cuatro de la tarde, cuando de improvisto llegaron hasta el centro del pueblo dos columnas de dragones y atacaron el cuartel donde tenía su alojamiento aquella fuerza. La guardia resistió inútilmente e empuje de los asaltantes, quienes penetraron al edificio, que era la causa del Diezmo, y a pie y desarmado sorprendieron a Villalongín al salir de una pieza, y en la puerta del mismo cuartel, sin pérdida de tiempo, lo arcabucearon.
Tal fue el trágico fin del hombre que en pocos años conquistó la fama de temerario y la gloria de su patria. Su cadáver fue sepultado al siguiente día en el último tramo de la iglesia parroquial del lugar, en donde acaso todavía existan sus restos, que le gobierno debería apresurarse a recoger, para que reposen junto con los de los otros héroes de la Independencia. Puruándiro ha dado a la calle en que se consumó la ejecución del mártir, el nombre de Villalongín, y la capital de Michoacán ha honrado también la memoria del mismo héroe, haciendo que lleve su apellido uno de los más hermosos jardines de la ciudad, construido precisamente en el sitio que ocupó la cárcel de donde aquél extrajo con su audacia inverosímil a su amada esposa, para librarla del cadalso.
De: “Leyendas y Costumbres de México”, Editorial del Valle de México, S.A., 1990.
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