Los pájaros de abajo, cuando arrastrados por el viento traspasan sus límites y penetran en las grandes alturas, dejan de cantar; es decir, pierden sus palabras. Sin ellas, ya no son aves; se convierten en trapos sucios en el vendaval. Y es una pena verlos rodar en los caprichos del viento, caer entre las rocas donde los devoran las hambrientas hormigas de la montaña. “Pájaro, pájaro”, les grito viéndolos caer. Pero ya han dejado de serlo: la palabra ha huido de ellos.
Y se entregan silenciosos, todavía vivos, al festín de las hormigas. También están las estrellas, que eructan escandalosamente. Aquí, más que brillar, cuelgan volumétricas, como frutas a punto de caer. Ponen un cerco a la infinitud, apropiándosela. Para ellas un cóndor o un hombre no son ni siquiera una sombra. Ante su desnudez, la vida y la muerte son simples acciones desesperadas. Estos monstruos lumínicos nos aíslan; nos dejan a solas con el crimen, nos dicen que nadie podrá ayudarnos si caemos. Cada noche, para olvidar o evitar su presencia y estos pensamientos, y sobre todo el miedo, toco la guitarra. Una pieza interminable, que yo mismo compongo, donde hablo de las nubes.
A mis espaldas está el mar, el formidable mar océano. Oculto por la cordillera, no lo veo. Pero puedo sentirlo. Tengo en mi cuerpo terminales nerviosas sensibles a sus pulsiones, que me conectan con él a pesar de las moles de piedra que nos separan. Los nervios de mi espalda son como ojos. En las noches sin viento, concentrándome, alcanzo a percibir su crispación y siento que mi piel se saliniza. Nombrarlo es un placer total. Su palabra es perfecta. Tal como digo cóndor mientras éste vuela, digo mar sintiendo que él sucede a mis espaldas. Esta presencia también forma parte de la intensidad que aquí tiene la altura, la misma que hace sangrar a las mulas y temblar a las palabras.
DANIEL MOYANO. Fragmento de la novela “TRES GOLPES DE TIMBAL”.
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