Cagliostro embaucó a los incautos a lo largo y ancho de Europa, y Orson Welles y Christopher Walken le encarnaron en el cine. Esta es su gran historia: La picaresca es un fenómeno curioso; no por el hecho de que haya personas que se ganan la vida engañando y aprovechándose de otras sino, más bien, por la consideración que mucha gente tiene de estas personas: parece que, en determinadas situaciones, valoran más la astucia que la bonhomía, que le darían una palmadita en la espalda al estafador, al tramposo de turno, y le dirían a su damnificado que se lo tiene merecido por tonto: otro tipo de culpabilización de la víctima, pero más acentuado por las alabanzas a su verdugo. Y puestos a aguar del todo la fiesta, no estamos hablando de alguien que roba a ricos desconsiderados para darle el botín a los pobres de solemnidad, o a malvados que ameriten el ingenio del pícaro que les ha tomado el pelo y, así, se haya ganado este último las monedillas de su rapacería.
De entre los más célebres charlatanes, destaca sobre todos ellos el conde Alessandro di Cagliostro, que ni era conde, ni se llamaba Alessandro ni su familia era la de los Cagliostro. La picaresca es un fenómeno curioso; no por el hecho de que haya personas que se ganan la vida engañando y aprovechándose de otras sino, más bien, por la consideración que mucha gente tiene de estas personas: parece que, en determinadas situaciones, valoran más la astucia que la bonhomía, que le darían una palmadita en la espalda al estafador, al tramposo de turno, y le dirían a su damnificado que se lo tiene merecido por tonto: otro tipo de culpabilización de la víctima, pero más acentuado por las alabanzas a su verdugo. Y puestos a aguar del todo la fiesta, no estamos hablando de alguien que roba a ricos desconsiderados para darle el botín a los pobres de solemnidad, o a malvados que ameriten el ingenio del pícaro que les ha tomado el pelo y, así, se haya ganado este último las monedillas de su rapacería.
De entre los más célebres charlatanes, destaca sobre todos ellos el conde Alessandro di Cagliostro, que ni era conde, ni se llamaba Alessandro ni su familia era la de los Cagliostro. Nacido a mediados del siglo XVIII, muy propiamente el de las Luces, al que luego fue conocido como el conde de Cagliostro se le suele identificar como el siciliano Giuseppe Balsamo, miembro de una familia menesterosa de Palermo. No obstante, esta identificación no es segura porque, por un lado, se fundamenta en una declaración poco digna de crédito del periodista sensacionalista francés Theveneau de Morande, que también se dedicó al chantaje y a espiar para su país en Gran Bretaña y al que Cagliostro quiso refutar en su Open letter to the English People, y por otro lado, en lo que el propio charlatán le soltó a la Inquisición cuando le torturaron décadas después de que se marchara de su supuesta isla natal.
Ello al margen de lo que él mismo contaba, a saber, que había nacido en el improbable seno de una familia noble pero le habían abandonado en otra isla, la de Malta. Si de Balsamo se trataba, su madre viuda hizo que ingresara por su bien en el seminario San Roque de Palermo, de donde el angelito se fugó, y luego, en el convento de la Misericordia en Caltagirone, cuyo boticario le proporcionó sus remedios farmacéuticos sin que se percatara de ello cuando fue su ayudante en la enfermería, pobres conocimientos en cualquier caso, y de donde logró que le aventaran por insolente. Además, le tomó el pelo a un comerciante de joyas vendiéndole el mapa de un falso tesoro, motivo por el cual se vio obligado a huir de Palermo en 1764. Por aquel entonces contaba con 21 años de mala hierba, y si hemos de creernos sus palabras, recorrió las calles de El Cairo, Rodas y Alejandría antes de poner un pie precisamente en Malta un año después y acceder a la Orden de los Caballeros de San Juan con la reputación de ser un gran médico, gracias a lo que aprendió del boticario burlado. Y tras darse a conocer en Nápoles, se asentó durante un par de años en Roma, ciudad en la que conoció a la que pronto fue su esposa y compañera de embaucamientos, Lorenza Feliciani, a la que se llegó a conocer como Serafina. Con ella a su lado, se dedicó a pegársela a cuantos viajeros de los que llegaban a la ciudad se podían acercar, endilgándoles pociones amorosas y amuletos pseudoegipcios. Hasta que la situación se les hizo insostenible y tuvieron que salir por patas, circunstancia que, como digo, no era la primera vez que él vivía.
Así recorrieron Europa, haciéndose pasar por un matrimonio de distintos personajes y ejerciendo de timadores y sacacuartos. En sus memorias, Histoire de ma vie (1825), el célebre aventurero Giacomo Casanova contó que cierto día se tropezó en una fonda de Provenza con ambos y, mientras montaban un espectáculo amoroso, él le afanó su bolsa. Además, allí falsificó una carta de recomendación con tal pericia que el Casanova le señaló que su talento podría arrebatarle su libertad e incluso la vida. Pero no fue la última vez que los vio, puesto que volvió a encontrárselos en Venecia, caracterizados de nobles como antes se habían disfrazado de cualquier otra cosa, de rufianes, de peregrinos o de un oficial prusiano y su refinada esposa. Según nos cuenta el doctor chileno Lucas Sierra en La medicina y la superstición (1917), cuando los encantos de Lorenza, que les fueron muy útiles en sus correrías, comenzaron a esfumarse, “abusó entonces en tal forma del extracto de Saturno que muchas de sus víctimas llegaban hasta a tener cólicos de plomo” y que ella “le ayudó a confeccionar filtros de amor, el Vino de Egipto, que no era otra cosa que un estimulante afrodisíaco a base de cantáridas y que vendía a precios exorbitantes”.
Ya se había visto la maña de esta pareja en lugares como Roma, Venecia, París, Barcelona, donde dejaron la cuenta del célebre Hostal del Sol sin pagar, y Madrid, ciudad en la que vendieron cuadros a los duques de Alba y de la que tuvieron que huir porque la Inquisición quiso detenerle a él, acusándole de hacer encantamientos y pronunciar conjuros. Y fue cuando la desplegaron por Londres el momento en que él creó para sí mismo, en, un sanador llegado de Egipto. De hecho, se presentó en una pequeña logia masónica del Soho como un enviado del Gran Copto para establecer en Europa el culto de la masonería egipcia. Se metió a todo el mundo en el bolsillo con sus trucos de magia, sus pomadas curativas y hasta dos costosos elixires de la juventud, uno que detenía el envejecimiento y otro que rejuvenecía un cuarto de siglo, los cuales le fueron muy solicitados. Tres años más tarde, Cagliostro y Serafina marcharon a San Petersburgo después de que los masones del ducado de Curlandia, hoy Letonia, le propusieran ante la emperatriz Catalina, la Grande, nada menos que como gobernador del territorio, propuesta que él mismo había rechazado de todos modos antes de dirigirse a la corte. Allí, embaucó al duque Pablo, el pusilánime primogénito de la astuta zarina, y esta, creyendo los rumores de que Cagliostro era un espía prusiano, le expulsó. Y fue en su siguiente destino, Estrasburgo, donde encontraron a la víctima más sustanciosa: el cardenal Luis de Rohan, muy cercano a la corte francesa. Después de que la mujer del banquero Jacques Sarasin, al cuidado del pícaro siciliano, se recuperase de unas fiebres desconocidas y de que por ello fuese objeto de una carta de agradecimiento en la prensa de París, además de obtener un bienvenido crédito bancario, el cardenal, que padecía asma, supo de él y quiso conocerle.
A partir de entonces, este hombre inmensamente rico fue durante muchos años “una fuente inextinguible de entradas para el charlatán”, en palabras del doctor Sierra, y hasta tomó parte en los ridículos e inútiles experimentos alquímicos de Cagliostro para hacer más grandes los diamantes. Pero resulta que él no era el único parásito del pobre cardenal: la falsa condesa de la Motte Valois también le chupaba la sangre, y junto con ella le auguró astrológicamente a Rohan un buen futuro en la corte de la malograda María Antonieta, para después provocar su ruina en 1784: le engañaron para que adquiriera en una joyería parisina A causa de un fraude fallido que implicaba a la reina María Antonieta, acabó siendo un profeta de la Revolución Francesaun valioso collar de diamantes —que había sido elaborado para la condesa Du Barry, amante de Luis XV— en nombre de la Reina, sin pagarlo, después de que esta supuestamente le hubiese escrito un buen número de cartas de amor y de que incluso se hubiese acostado con él, cartas que, por supuesto, eran falsas y cuando lo cierto era que Rohan se había acostado en realidad con una prostituta. Y los diamantes se esfumaron.
Como el cardenal, Cagliostro y la falsa condesa fueron encerrados en la Bastilla, pero a los nueve meses, sólo el siciliano fue absuelto, en teoría porque el Parlamento no pudo demostrar que estuviese implicado en el fraude del collar, pero la verdad es que los parlamentarios no eran promonárquicos precisamente. A la salida de la Bastilla fue recibido con vítores por miles de personas tampoco muy afines a la monarquía, a la que, en cualquier caso, el asunto del collar desacreditó ante la población. Cagliostro y Serafina marcharon a Londres, donde este “mártir de la tiranía” pidió una indemnización y escribió manifiestos como la Lettre au peuple français, en la que describió el maltrato que había sufrido en la Bastilla, auguraba la caída de la monarquía y animaba al Parlamento “a convocar los Estados generales y trabajar por la Revolución”. Las manifestaciones revolucionarias de Cagliostro le trajeron amigos conspiradores, como el duque de Orléans o el príncipe de Gales, pero también, lógicamente, enemigos tan poderosos como los reyes de Francia e Inglaterra, que se rascaron los bolsillos para financiar una campaña de desprestigio contra él, lo cual era demasiado difícil dado su historial.
Fue entonces cuando Casanova habló de sus trapacerías, que Cagliostro se apresuró a negar. Sin honra ni dinero, marchó a Suiza y, luego, a Roma en mayo de 1789, donde repitió sus pronósticos revolucionarios y, cuando cayó la monarquía en Francia en julio del mismo año y él recuperó su importancia, Serafina, su propia esposa y compañera de correrías, le denunció a la Inquisición como hereje: no hay honor entre los ladrones la Inquisición tardó cinco meses en detenerle junto a Serafina en nombre del papa Pío VI, en diciembre, cuando estaba preparando su huida a París. A ambos se les encerró en el castillo de Sant’Angelo, pero había sido su propia esposa quien le había denunciado como hereje por instigación de unos familiares; y en Londres ya había hablado mal de Cagliostro, aunque después se había retractado. Serafina fue absuelta, aunque se la internó en el convento de Santa Apolonia, en el Trastevere, y allí falleció años más tarde. Cagliostro fue condenado a muerte y luego a cadena perpetua por su sometimiento a la curia pontificia, y murió en 1795 en la inhóspita fortaleza de San Leo de una apoplejía.
El mismo doctor Sierra afirma que Cagliostro “era de una arrogancia profundamente insolente para con los incrédulos o los que dudaban siquiera de su poder”, es decir, con quienes no se dejaban engañar, y que su secreto “consistió en la gran habilidad con que supo explotar la credulidad infinita de la humanidad”. Así que, ya admiréis las capacidades de este individuo, ya os reviente la inmoralidad de personajes con la cara de granito como Cagliostro, no os quepa duda de que él tiene el dudoso honor de ser el mayor charlatán de todos los tiempos./ Jaime Lepé.
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