La derrota de Salamanca aconteció el 10 de marzo: el día 12 se recibió la noticia en Guadalajara; al concluir de leerla Ocampo, el señor Juárez se volvió a mi chanceando, y me dijo: »Guillermo, ha perdido una pluma nuestro gallo.» Juárez era la personificación de la fe en la Reforma, y por eso triunfó.
Citóse a junta para las ocho de la mañana del 13.
Ahora está de todo punto cambiado el Palacio de Guadalajara; procuraré reunir mis recuerdos para describir, aunque sea muy imperfectamente, cómo se encontraba entonces.
El edificio, como ahora, está en un gran cuadrilongo dividido en dos secciones o patios, el exterior y el interior.
El exterior, que da en su frente con sus balconerias a la plaza y a las calles laterales de Palacio, estaba ocupado en su mayor parte por el Ministerio de Hacienda, que yo servía; el ala derecha, comenzaba por un pequeño despacho del señor Juárez y piezas corridas, habitadas por los señores Juárez y Ocampo; en esa ala se hallaba el comedor y un angosto pasadizo que comunicaba ambos patios; formaban el fondo de ese corredor los departamentos. El uno, que es hoy el salón de la Legislatura, servía para el Tribunal de Justicia; el otro estaba destinado a capilla; el ala izquierda tenía un cuarto pequeño en que yo dormía, y adelante estaba el Ministerio de Gobernación, que desempeñaba Cendejas en calidad de oficial mayor, por ausencia del señor Degollado.
El salón del Tribunal de Justicia era bastante espacioso; tendría de veinte a veinticinco varas de largo, por diez o doce de ancho. Lo dividían, como en tres naves, columnas robustas y elevadas.
Antes de llegar a su término el salón, se abría una plataforma con su balaustrada, gran dosel y vistosa sillería; a los lados de la plataforma había dos cuartitos de cuatro varas de ancho por seis de largo, con ventanas que daban al segundo patio; en una de esas piezas despachaba y en la otra dormía el señor ministro don León Guzmán.
Poco después de las ocho de la mañana estábamos en la junta, en el despachito del señor Juárez.
Al atravesar el corredor vi el patio, al que daba el sol en un lado; en el resto había fresca sombra, barrían y regaban el patio unos soldados; dos caballos hermosos estaban atados a los pilares, sostén del corredor.
En la primera puerta que daba a la calle había abocada una pieza de artillería, que relumbraba con el sol. Yo no sé a qué vienen estos detalles; pero me caen de la pluma sin quererlo, y obedezco a este impulso inmotivado.
Parece que veo a mis compañeros en el despacho del señor Juárez. Este se hallaba en su característico frac negro, atento y fino como siempre; junto a la mesa estaban Ocampo, Cendejas al frente, León junto al balcón y yo a la izquierda de Ocampo.
Acordáronse varias disposiciones para proveer a la seguridad de la plaza, pues se notaba inquietud, y se consultó al general Núñez, valiente jefe, distinguido caballero, pulcro como nadie y de una fidelidad probada.
Era Núñez, alto, delgado, moreno y de ojos negros muy hermosos; su aliño era tal que le valía sátiras de sus compañeros de armas; antes que cuidar a su comida, cuidaba de que no le faltase en campaña su tina para bañarse y sus útiles de aseo; siempre estaba elegante como para asistir a un baile; jamás contradecía; sus objeciones eran tímidas, su voz dulcísima: nunca se permitía palabra alguna descompuesta con sus subordinados.
En el combate era Núñez temerario: parecía increíble su transformación; pero con el último tiro se disipaban sus iras y era bueno y humano con los vencidos.
Núñez habla sido llamado a la junta para la consulta de algunas providencias militares.
AI terminarse la junta el señor Juárez propuso se dirigiese un manifiesto a la nación, diciéndole que nada importaba el revés sufrido, y que el gobierno continuaba con más fe y con mayor brío combatiendo, hasta lograr la consumación de la Reforma.
Como era muy frecuente en aquellos días, yo fui designado para redactar el documento de que se trataba; y me disponía a obedecer, cuando se abrió una puertecita excusada que tenía el despacho y apareció el señor Camarena, gobernador del Estado, diciendo que le habían venido a avisar que el coronel Landa se había pronunciado en el cuartel del So., y la tropa se disponía a marchar para Palacio.
El señor Juárez dio orden al señor Núñez de que fuese a ver lo que ocurría, y se volvió a nosotros, continuando la discusión comenzada.
El señor Ocampo me dijo que no perdiera tiempo, y yo tomé unas plumas y papel para irme a escribir a la casa de mi querido amigo Jesús López Portillo, que veía como mía, donde me asistían y dispensaban mil atenciones, y donde me podía aislar para trabajar como lo hacía con mucha frecuencia.
Es sabido que el general Núñez se dirigió al cuartel de Landa; que allí encontró la guardia sobre las armas y rebelada; que vitoreó al gobierno; que le rechazaron; que intentó coger por el cuello al oficial, y que un soldado que estaba detrás del corneta, le disparó un tiro sobre el pecho, que le hizo bambolear, y no le produjo mal porque la bala quedó engastada en el reloj que tenía sobre el corazón, en el bolsillo del chaleco. Esta escena se ignoraba en Palacio.
Mis compañeros quedaron en el despacho del señor Juárez y yo salí con mis útiles de escribir en la mano.
Estaba remudándose la guardia, había soldados de uno y otro lado de la puerta; por la parte de la calle, al entrar yo en el zaguán para salir, se revolvían en tropel los soldados; a mí me pareció, no sé por qué, que eran arrollados por una partida de mulas o ganado que solía pasar por allí; me embebí materialmente en la pared, y me coloqué tras la puerta; pero volví los ojos hacia el patio, y vi, ensangrentado y en ademán espantoso, al soldado que custodiaba la pieza: gritos, mueras, tropel y confusión horrible envolvieron aquel espacio.
El lugar en que yo estaba parado era la entrada a una de las oficinas del Estado; allí fui arrebatado, a la vez que se cerraban todas las ventanas y las puertas, quedando como en el fondo de un sepulcro.
Por la calle, por las puertas, por el patio, por todas partes, los ruidos eran horribles; oíanse tiros en todas direcciones, se derribaban muebles, haciendo estrépito al despedazarse, y las tinieblas en que estaba hundido exageraban a mi mente lo que acontecía y me representaban escenas que felizmente no eran ciertas.
En la confusión horrible en que me hallaba, vi que algunos de los encerrados conmigo en aquel antro salían para la calle impunemente; yo no me atrevía a hacerlo, pendiente de la suerte de mis amigos a quienes creía inmolados al desenfreno de la soldadesca feroz.
Los gritos, los ruidos, los tiros, el rumor de la multitud, se oían en el interior del Palacio. Como pude, y tentaleando, me acerqué a la puerta del salón en que me hallaba, y daba al patio; apliqué el ojo a la cerradura de aquella puerta, y vi el tumulto, el caos más espantoso; los soldados y parte del populacho corrían en todas direcciones, disparando sus armas; de las azoteas de Palacio a los corredores caían, o mejor dicho, se descolgaban aislados, en racimos y grupos, los presos de la cárcel contigua, con los cabellos alborotados, los vestidos hechos pedazos, blandiendo sus puñales, revoleando como arma terrible sus mismos grillos.
En el centro del patio de Palacio había algunos que me parecieron jefes y un clérigo de aspecto feroz…
Algunos me instaron a huir, a mí me dio vergüenza abandonar a mis amigos. Luché por abrir la puerta… la cerraba una aldaba, que después de algún esfuerzo cedió: la puerta se abrió y yo me dirigí al grupo en que estaban los jefes del motín.
A uno de ellos le dije que yo era Guillermo Prieto, ministro de Hacienda, y que quería seguir la suerte del señor Juárez.
Apenas pronuncié aquellas palabras cuando me sentí atropellado, herido en la cabeza y en el rostro, empujado y convertido en objeto de la ira de aquellas furias.
Desgarrado el vestido, lastimado, en la situación más deplorable, llegué a la presencia de los señores Juárez y Ocampo, Juárez se conmovió profundamente; Ocampo me reconvino por no haberme escapado, pero también hondamente impresionado, porque me honraba con tierno cariño.
Apenas recuerdo, después de los muchos años que han transcurrido, las personas que me rodeaban.
Tengo muy presente el salón del Tribunal de Justicia, sus columnas, su dosel en el fondo. Estoy viendo en el cuartito de la izquierda del dosel a León Guzmán, a Ocampo, a Cendejas junto a Valentín Gómez Farías; a Gregorio Medina y su hijo, frente a la puertecita del cuarto; a Suárez Pizarro, aislado y tranquilo; al general Refugio González, siguiendo al señor Juárez.
Se había anunciado que nos fusilarían dentro de una hora. Algunos, como Ocampo, escribían sus disposiciones. El señor Juárez se paseaba silencioso, con inverosímil tranquilidad; ya salía a la puerta a ver lo que ocurría.
En el patio la gritería era espantosa.
En las calles el señor Degollado, el general Díaz, de Oaxaca, Cruz Aedo y otras personas que no recuerdo, entre ellas un médico Molina verdaderamente heroico, se organizaban en San Francisco, de donde se desprendió al fin una columna para recobrar Palacio y libertarnos.
A ese amago, aullaban materialmente nuestros aprehensores; los gritos, las carreras, el cerrar las puertas; lo nutrido del fuego de fusileria y artillería, eran indescriptibles.
El jefe del motín, al ver la columna en las puertas de Palacio, dio orden para que fusilaran a los prisioneros. Eramos ochenta por todos. Una compañía del 5o., se encargó de aquella orden bárbara.
Una voz tremenda, salida de una cara que desapareció como una visión, dijo a la puerta del salón: «Vienen a fusilarnos.»
Los presos se refugiaron en el cuarto en que estaba el señor Juárez; unos se arrimaron a las paredes; los otros como que pretendían parapetarse con las puertas y con las mesas.
El señor Juárez avanzó a la puerta; yo estaba a su espalda.
Los soldados entraron al salón… arrollándolo todo; a su tren venía un joven moreno de ojos negros como relámpagos: era Peraza. Corría de uno a otro extremo, con pistola en mano, un joven de cabellos rubios: era Moret… Y formaba en aquella vanguardia don Filomeno Bravo, gobernador de Colima después. Aquella terrible columna, con sus armas cargadas hizo alto frente a la puerta del cuarto… y sin más espera y sin saber quién daba las voces de mando, oímos distintamente: «¡Al hombro! ¡Presenten! Preparen! ¡Apunten!…»
Como tengo dicho el señor Juárez estaba en la puerta del cuarto; a la vez de «apunten», se asió del pestillo de la puerta, hizo hacia atrás su cabeza y esperó…
Los rostros feroces de los soldados, su ademán, la conmoción misma, lo que yo amaba a Juárez… yo no sé… se apoderó de mí algo de vértigo o de cosa de que no me puedo dar cuenta… Rápido como el pensamiento, tomé al señor Juárez de la ropa, lo puse a mi espalda, lo cubrí con mi cuerpo… abrí mis brazos… y ahogando la voz de «fuego» que tronaba en aquel instante, grité: «¡Levanten esas armas!, ¡levanten esas armas!, ¡los valientes no asesinan…!» y hablé, hablé, yo no sé qué hablaba en mí que me ponía alto y poderoso, y veía entre una nube de sangre, pequeño todo lo que me rodeaba; sentía que lo subyugaba, que desbarataba el peligro, que lo tenía a mis pies… Repito que yo hablaba, y no puedo darme cuenta de lo que dije… a medida que mi voz sonaba, la actitud de los soldados cambiaba… un viejo de barbas canas que tenía al frente, y con quien me encaré diciéndole: «¿Quieren sangre? ¡bébanse la mía…!» alzó el fusil… los otros hicieron lo mismo… Entonces vitoreé a Jalisco.
Los soldados lloraban, protestando que no nos matarían y así se retiraron como por encanto… Bravo se pone de nuestro lado. Juárez se abrazó de mí… mis compañeros me rodeaban, llamándome su salvador y salvador de la Reforma… mi corazón estalló en una tempestad de lágrimas.
Guillermo Prieto, 1858 (Obra completas).
Guillermo Prieto Pradillo, Ciudad de México, 10 de febrero de 1818–Tacubaya, 2 de marzo de 1897; más conocido simplemente como Guillermo Prieto, fue un poeta y político mexicano del siglo XIX.
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