FINAL: De pronto, como predestinado por una fuerza invisible, el carro respondió a otra intención, enfilado hacia imprevisible destino, sin que mis inútiles esfuerzos lograran desviar la dirección para volver al rumbo que me había propuesto. Caminamos así, en la noche y el misterio, en el horror y la fatalidad, sin que yo pudiera hacer nada para oponerme. El otro ser paró el motor, allí en un sitio desolado. Alguien que no estaba antes, me apuntó desde el asiento posterior con el frío implacable de un arma.
Y su voz definitiva, me sentenció. —¡Prepárate al fin de este cuento! LA INCRÉDULA: Sin mujer a mi costado y con la excitación de deseos acuciosos y perentorios, arribé a un sueño obseso. En él se me apareció una, dispuesta a la complacencia. Estaba tan pródigo, que me pasé en su compañía de la hora nona a la hora sexta, cuando el canto del gallo. Abrí luego los ojos y ella misma, a mi diestra, con sonrisa benévola, me incitó a que la tomara.
Le expliqué, con sorprendida y agotada excusa, que ya lo había hecho. —Lo sé —respondió—, pero quiero estar cierta. Yo no hice caso a su reclamo y volví a dormirme, profundamente, para no caer en una tentación irregular y quizás ya innecesaria. ¿POR QUÉ?: En el sueño, fascinado por la pesadilla, me vi alzando el puñal sobre el objeto de mi crimen. Un instante, el único instante que podría cambiar mi designio y con él mi destino y el de otro ser, mi libertad y su muerte, su vida o mi esclavitud, la pesadilla se frustró y estuve despierto. Al verme alzando el puñal sobre el objeto de mi crimen, comprendí que no era un sueño volver a decidir entre su vida o mi libertad, entre su muerte o mi esclavitud.
Cerré los ojos y asesté el golpe. ¿Soy preso por mi crimen o víctima de un sueño? LA MARIONETA: El marionetista, ebrio, se tambalea mal sostenido por invisibles y precarios hilos. Sus ojos, en agonía alucinada, no atinan la esperanza de un soporte. Empujado o atraído por un caos de círculos y esguinces, trastabilla sobre el desorden de su camerino, eslabona angustias de inestabilidad, oscila hacia el vértigo de una inevitable caída. Y en última y frustrada resistencia, se despeña al fin como muñeco absurdo. La marioneta —un payaso en cuyo rostro de madera asoma, tras el guiño sonriente, una nostalgia infinita—ha observado el drama de quien le da transitoria y ajena locomoción. Sus ojos parecen concebir lágrimas concretas, incapaz de ceder al marionetista la trama de los hilos con los cuales él adquiere movimiento.
Edmundo Valadés, escritor mexicano.
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