Las nubes escondieron la abadía cuando llegamos. Solo la base amurallada y sus torres eran visibles sobre la bahía abierta al canal de la Mancha. Sin embargo, la espada de San Miguel destajó las tinieblas con un sol encendido sobre su cuerpo dorado de cobre -que pesa media tonelada y mide cuatro metros y medio de altura-. La estatua brillante del escultor Emmanuel Frémiet se abrió paso a la vista -seguida por el campanario- y en pocos minutos tuvimos frente a nuestros ojos la totalidad del Mont Saint Michel. Fue pura admiración. Desafiando las invasiones vikingas, inglesas y los ataques de los propios franceses reformistas, además de los incendios y los derrumbes, esta maravilla convertida en monumento histórico en 1874 y declarada patrimonio mundial de la Unesco en 1979 permanece flotando ante la mirada, tal cual la dibujara mi querido Jean Giraud -aka Moebius-.
Las mareas la rodean a veces rápidamente debido a tres ríos afluyentes, pero pueden retirarse a kilómetros de distancia en poco tiempo. Contemplarla despierta gratitud. Es imprescindible recorrer sus puertas y arcadas, muros y escaleras de piedra con diferentes angosturas, caminos y capillas, ver el cementerio a un lado de la abadía y los tejados oscuros que van quedando atrás mientras ascendemos, sentir el frío en las alturas y observar la variedad de pájaros que quiebran el viento y el silencio, las gárgolas como agujas que emergen de las torres y las puntas engalanadas con sumo detalle; y al fin caminar por las galerías del claustro y asomarse en sus terrazas para mirar embelesados desde arriba, y así llegar hasta la sala principal de la abadía dominada por la luz que traspasa sus altos vitrales. Aubert, obispo de Avranches, soñó tres veces con el arcángel San Miguel, quien le pidió la construcción de una iglesia en su honor.
Así comenzó la larga historia del santuario en lo alto del monte, allá por el año 708. Los monjes benedictinos, cuya premisa era rezo y trabajo, fueron sus principales habitantes, amparados en las exigencias de la vida monástica. Pero no tardaron en sumarse peregrinos y visitantes, motivo suficiente para el crecimiento de viviendas y comercios, torres y murallas para su protección. Fue San Miguel quien se apareció a la francesa Juana de Arco durante la guerra de los cien años para pedirle su intervención, la cual resultó decisiva para la victoria. Tras la guerra se multiplicaron las iglesias y capillas dedicadas al santo. San Miguel es el guía principal de los ángeles: «Hubo un gran combate en los cielos. Miguel y sus ángeles lucharon contra el Dragón. También el Dragón y sus ángeles combatieron, pero no prevalecieron y no hubo ya lugar en el Cielo para ellos. Y fue arrojado el Dragón, la Serpiente antigua, el llamado Diablo y Satanás, el seductor del mundo entero; fue arrojado a la tierra y sus ángeles con él.» (Apocalipsis 12, 7-9). Hoy en día se yergue sobre el peñón con osadía y esplendor, pero con una tranquilidad desconocida cuyo peor enemigo podría ser una inquietante indiferencia. De todas formas, aún contamos con San Miguel. (Fotos de Victoria Aguerre, Omar Correa y mías, además de algunas aéreas y dibujos bajados de internet)
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