Bajo un cielo de color de “no me olvides” siempre sereno y apacible y que dijérase, un inmenso palio aterciopelado, levántanse las casas de Cotija, recostadas sobre floridas lomas y besadas constantemente por aguas cristalinas y garruladoras. Bajando la palomiza pendiente de La Ladera se descubre un pequeño cerrito alfombrado por verde grama, y a sus pies, el caserío de la población; la gran necrópolis con sus magníficos monumentos y una cinta de plateada gasa: el río. Nobles señores vascongelados, vieja raza de hidalgos, edificaron los cimientos de la ciudad de La Paz, la hicieron brotar, bautizarónla y diéronle sus costumbres; Flora y Febo apadrinaron su nacimiento: la una coronóla de flores; el otro repartió en sus praderas besos de luz y de amor; la primera sentó sus tiendas en sus campiñas y el sol, el padre sol, pomposamente iluminó con sus mejores lampos los primeros hogares que, sobre el fondo esmeralda de los campos semejaba un ramo de jazmines. Y la vieja raza de hidalgos valerosos, nacidos a la orilla del cántabro, se aclimató bajo el cielo azulino que entolda los fecundos campos de Cotija y fructificó…
EL tiempo, con todas sus alimañas de destructor incansable, no ha podido demoler el antiguo caserío fundado por señores de noble abolengo y todavía las solariegas fachadas, los recintos ruinosos que se descubren por todas partes, nos hablan de épocas lejanas y felices, de generaciones extintas que trabajaron afanosamente por el engrandecimiento de un pueblo que ellos adoptaron como suyo y que les recordaba sus agrestes montañas, sus verdes olivares, sus vegas, sus cañadas inmensas y sus lozanos parrales.
Un conjunto armonioso y alegre se ofrece a nuestra vista cuando nos aproximamos a Cotija. Un cielo perpetuamente limpio; campiñas revestidas por galas primaverales; el oro del sol matizándolo todo, llenándolo todo; mansas corrientes besando el caserío, y adentro en los hogares apacibles y tranquilos, adivínanse mujeres de ojos de fuego por cuyas venas corre sangre española, Jimenas piadosas que aguardan el retorno de un Cid, ¡hila que hila en la rueca del ensueño! Y en las lomas, en las floridas lomas, parece escucharse; cuando en Ocaso se efectúan los funerales del sol, el blando rumor de gaitas asturianas, de cantares entonados por abuelos de barbas rubias y de pupilas color de cielo, que evocan en las almas recuerdos, reminiscencias, memorias de viejas leyendas contadas por dueñas adustas, al amor del hogar. Bajo un firmamento color de “no me olvides” gigantesco palio de raso azul, levántanse las casas de Cotija… Ramón López Velarde, Sahuayo de 1909. *Imagen actual. De: La Actualidad. Jueves 14 de enero de 1909, Morelia. Reproducido en: López Velarde, Ramón, “Trilogía”, Impresora Gospa, S.A. de C.V., 1997, Morelia.
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