Que quien alguna vez supo contemplar un rostro humano contemple el autorretrato de Van Gogh, me refiero a aquel del sombrero blando. Pintado por el Van Gogh extralúcido, esa cara de carnicero pelirrojo que nos inspecciona y vigila; que nos escruta con mirada torva. No conozco a un solo psiquiatra capaz de escrutar un rostro humano con una fuerza tan aplastante, disecando su incuestionable psicología como con un estilete. .
No, Van Gogh no era loco, pero sus cuadros constituían mezclas incendiarias, bombas atómicas, cuyo ángulo de visión, comparado con el de todas las pinturas que hacían furor en la época, hubiera sido capaz de trastornar gravemente el conformismo larval de la burguesía del Segundo Imperio, y de los esbirros de Thiers, de Gambetta, de Félix Faure tanto como los de Napoleón III. Porque la pintura de Van Gogh no ataca a cierto conformismo de las costumbres sino al de las instituciones mismas.
Y hasta la naturaleza exterior, con sus climas, sus mareas y sus tormentas equinoxiales, ya no puede, después del paso de Van Gogh por la tierra, conservar la misma gravitación. . Una exposición de cuadros de Van Gogh es siempre una fecha culminante en la historia, no en la historia de las cosas pintadas sino en la misma historia histórica. . . (Fragmentos extraídos de VAN GOGH EL SUICIDADO DE LA SOCIEDAD, de ANTONÍN ARTAUD. Precedido de: Antonín Artaud, el enemigo de la sociedad por Aldo Pellegrini. Editorial Argonauta)
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