Cruzando caminos, cerros y arroyos aquel cineasta manejaba su camionetita. Estaba harto de ver cómo su última película estuvo condenada al olvido. Una semana en cartelera comercial. «Al público no le interesa el cine mexicano», le decían en lamento sus allegados. Trazó su ruta. En cada ciudad, pueblo o rancho, presentaría su película.
Hablaba con responsables de casas de cultura, llevaba ya acuerdos con autoridades municipales y se presentaba en plazas y alamedas. En los ranchos hablaba con los curas y en algún saloncito parroquial daba su función. A veces los directores de una escuela le permitían presentar su película.
Llevaba como arreos, una pantalla televisiva y un reproductor de DVD. Al terminar la misma hablaba con la gente. Organizaba el debate. De algo se daba cuenta. A la gente sí le gustaba el cine mexicano, sólo había que acercárselo. Llevaba un altavoz en la camioneta. Al llegar a los pueblos, hacia su promoción por las calles: «Vengan, vengan a ver la película: » Mi Mitad del Mundo», con grandes actores nacionales. Al final platicaré con ustedes de la realización de la película, de cómo la hice. Los espero en la parroquia de San Juanito».
Así en cada pueblo, sólo cambiaba el nombre de la iglesia. Las funciones se le llenaban. Veía que el público reía, lloraba, que vivía, que la imagen los hacia volar en un sueño. Al final la gente se animaba a hablar. Se daba la charla. El cine había despertado mundos.
Un día una señora como de unos cincuenta años, le dijo: «Gracias joven, que bueno que vino, cuando suceden cosas así, sentimos que Dios se acuerda que estamos vivos».
Al oír eso, todo se le removió a nuestro amigo Salvador. Sintió una responsabilidad, un llamado, un objetivo: comunicar a las almas por medio del cine. De algo se percató: había que ir a la montaña para ser visto, escuchado.
Se acordó de las salas vacías en la Ciudad de México. De las artimañas de los exhibidores para sacar su película de circulación. Del nulo interés del gobierno por apoyar el cine mexicano. De la palabrería de colegas, de la exigencia del tiempo en pantalla para el cine nacional. Del estar acomodado en la zona de confort del cineasta, conformándose en la poca difusión de su trabajo y en el efímero éxito de los festivales.
Esto era distinto; era llegarle a la gente, conocer qué suscitaba su película en el espectador. De una cosa se dio cuenta, de algo importantísimo: estaba creando público. Un nuevo amante y cómplice para el cine mexicano.
Una vez terminada su ruta, tomó el volante de su camioneta. Llevaba el sentir satisfecho. Su, «Mitad del Mundo», estaba rodando como esfera en el alma de la gente. Ese regreso a México cómo lo disfrutó el buen Salvador.
Dicen que en la carretera nomás se oía su voz que cantaba: «Ábranse pelaos que llevo bala».
Raúl Adalid Sainz, en algún lugar de México Tenochtitlan
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