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Once Upon a time oh hermanos míos, me asaltaron tres ciudadanos mexicanos de clase socioeconómicamente débil, pueblo bueno pues, identificables por la ropa, el fenotipo y la forma de expresarse, por su idiolecto.
Me amagaron con un puñal y me dijeron que cerrara los ojos; de seguro que me vieron tan alfeñique pendejo e indefenso que no me golperon, ni me trataron apofantizándome kilos de mentadas de madre, tampoco utilizaron palabras transgresoras que despostillaran mi dignidad de persona, es decir un ser bio-psico-social-espiritual y trascendente, como mejor lo dirían, el politólogo, Esteban Arce o la economista Andrea Legarreta.
Me pidieron que vaciara mis bolsillos, me expropiaron todo el dinero-bueno, las monedas me las respetaron-pluma, sniff: era Mont blanc, ni modo, también reloj y celular; traía yo tres libros recién comprados, iba ya, de la librería a mi choza: era uno sobre Woody Allen, otro de Pellicer, y el tercero de Tomás Segovia. Se percataron que no trajera tarjetas de crédito. Luego tocaron la bolsa, al tacto sintieron que eran libros y ni siquiera los vieron, me los devolvieron (1).
Luego amablemente me dijeron que caminara y no volteara porque de no obedecer, me iban “a meter un pinche plomazo”(2).
Notas.
(1) Cuando te asaltan, siempre recordarás lo que no te quitaron porque al ver los libros de marras, en este mi caso, siempre recuerdo el asalto.
(2) La única grosería que me dijeron en esos siete minutos fue “pinche”
Conclusión: los rateros no te quitan los libros porque, al igual que los políticos y los futbolistas, no leen y ni siquiera se molestan en llevárselos porque no tienen a quién vendérselos. / Juan Heladio Ríos Ortega.
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