Tanto cronistas, visitantes y escritores de otras partes como locales dedicaron en su obra, aspectos y fabulosas descripciones sobre las bellezas naturales de nuestro Uruapan del ayer, en donde resaltan las visitas al Parque Nacional y la Tzaráracua, pero eso no es todo, también se refieren a los paseos más populares de aquél tiempo, ahora solo retenido en nuestras evocaciones. A continuación algunos de esos recuerdos.
Hay una hermosa descripción del Uruapan de principios de los años 30´s que aparece un escrito titulado “El Cerro de Charanda”, en el semanario la Voz de Uruapan”, edición especial con motivo del IV Centenario de la Fundación de Uruapan, mayo de 1933; donde un viejecito, acompañado por su nieta decide ir al cerro de la Charanda para admirar la bella ciudad del río que canta.
Por su rico sentido literario, trascribimos a continuación una parte del mismo:
“1930: Érase un hermoso día del mes de agosto. Las lluvias estivales, muy frecuentes por cierto, se habían retirado, para darnos una tregua que desde hacía varios días veníamos esperando, para llevar a cabo una excursión proyectada de tiempo atrás.
Queríamos ascender al Cerro de La Charanda y aprovechando una mañana de hermoso amanecer, que prometía un día claro y sereno, salimos al campo, un grupo de jóvenes alegres y bulliciosos de ambos sexos, y yo, de persona respetable para todos ellos, encargado de cuidar aquellos jóvenes.
“Llegamos a buena hora al lugar designado para el almuerzo, el cual se verificó a la sombra de una corpulento encino, que se encuentra en las primeras estribaciones del cerro, en un lugar cercano a Las Tinajas en la orilla del arroyo llamado “Agua Blanca”.
“Ahí se nos sirvió el almuerzo, sentados en las pocas peñas que encontramos a mano, teniendo por manteles la humedad de las plantas que crece exuberante en aquellas fértiles tierras.
“Después de la comida, fragual y sabrosa que nos sirvieron los compañeros de excursión, se dispersaron por las lomas en diferentes direcciones y en parejas como la policía urbana.
Nos dirigimos hacia la cumbre del cerro.
“Llegamos a la cruz, una cruz alta que se destaca en la parte más elevada del cerro.
Desde ahí pude contemplar a mis anchas el extenso panorama. La población con todos sus detalles, se podía examinar desde la falda del cerro en donde comenzaba hasta las últimas casas, allá en el barrio de San Juan Evangelista las calles que corren de Norte a Sur perfectamente delineadas. Las de Juan Delgado y Manuel Ocaranza en línea recta interceptadas por la parroquia, de donde se levanta la ultima calle de Manuel Ocaranza se alcanza a ver el Panteón Municipal, lugar en que se hallan descansando en paz nuestros queridos muertos; los que se fueron para no volver jamás.
“Más allá, más lejos, se divisa el cerrito de Jicalán o Xicalán, si queremos usar su antiguo nombre que tiene en su falda el pueblo risueño y florido del mismo nombre y que produce el buen café y el buen plátano y a demás una variedad de olorosas guayabas en grande cantidad.
“Si se dirige la vista al Poniente se admira el punto denominado Los Riyitos, lugar pintoresco como pocos, en donde brotan innumerables manantiales de los que se sirven los barrios altos para regar sus huertas y sus jardines. Debido a la abundancia de fuentes que hay en ese sitio, se le ha dado el nombre de Riyitos.
“En la misma dirección se encuentra la Quinta Hurtado, cuya finca se sale de en medio de nutridos platanares y corpulentos árboles frutales.
“Poco más adelante, la Quinta de doña Josefina Ruiz (hoy Parque Nacional “Barranca del Cupatitzio”), una de las huertas que posee hermosos paisajes, lugares en donde la naturaleza ha sido prodiga para hacer los encantadores sitios verdaderamente deliciosos, cascadas admiradas por su belleza, por su majestad, por sus aguas cristalinas, por sus espumas blancas como la nieve, por su aspecto grandiosos. EL río que canta, el río que forma el Baño Azul, en donde se bañan las Náyades y se ahogan los mortales.
Al suroeste tenemos el Barrio de San Pedro (el barrio del maque), escondiendo su capilla, entre las copas de elevados árboles, y el caserío perdido entre las frondas. En este barrio, más que en ningún otro, es donde ha perdurado la industria de la pintura indígena o Lacas Tarascas como las llaman los modernos.
“Al Sureste esta el Barrio de La Magdalena, que es in duda, uno de los barrios más bonitos porque sus calles no tienen sinuosidades y quebraduras de terreno como los otros.
Este barrio es de los más atrasados en civilización y aun conserva el tipo en sus construcciones de los primeros moradores. La mayor parte de sus habitantes sus chozas o trojes de madera y las construcciones modernas no son conocidas por allí. La urbanizadora no ha invadido aun sus calles y su pavimento es el mismo que lego Fran Juan de San Miguel.
“Y sin embargo, hay un cantar que dice: “Barrio de La Magdalena, porque eres tu engridor, ¿será por los chirimoyos, que tienes alrededor?…”.
Al Oriente, está la Estación del Ferrocarril Nacional, rodeada por su bosque de cedros y eucaliptos.
“Las colonias, hace apenas siete años que eran terrenos en que las cementeras las ocupaban una vez al año; y ahora un buen número de habitantes han construido allí sus hogares.
“Por último, a nuestra derecha la enorme mole del Cerro de la Cruz, a donde año con año, el día 3 de mayo concurren los indígenas del barrio de San Miguel –quedan muy pocos, ya todos son civilizados- a llevarle guirnaldas y coronas a la Santa Cruz.
Extasiado contemplaba yo estas maravillas del extenso panorama, que se dilataba a mi vista, por mucho tiempo, por mucho tiempo…”.
Así concluye esta interesante descripción anónima del año 1933.
También el escritor José Hinojosa Ortiz, vecino de nuestra ciudad, en su obra “Entre Mundo”, (México, 1976), se refiere a un viaje hecho en 1929 al Cerro de la Charanda:
“Escogimos como lugar de provisión (de guinimo), por estar a las orillas de la ciudad, el Cerro de la Charanda.
“Con gran escándalo de gritos, risas y chiflidos nos dirigimos al cerro por la calle de San Miguel, hoy Juan Delgado. Pasamos frente a la capilla del barrio y nos metimos por un callejón que se abría paso entre huertas de cafetos, plátanos, aguacates, naranjas y guayabos (Era el interior de la Fábrica de Aguardiente “La Charanda”). Algunos pinabetes y fresnos soportaban en ramas y copas el enredijo de las granadas de castilla, los frutos verdes y anaranjados colgando en abundancia.
“Cuando se acallaba nuestro alboroto, se oía el zumbido de las abejas afanadas entre los frutales y las matas. Arañados por las zarzas, vadeamos una barranca poco profunda dando saltos de piedra en piedra para no mojarnos en el arroyo cristalino. Superado el obstáculo, llegamos a las faldas del cerro: breve extensión en ligero declive con grandes socavones para hacer adobes que se usaban entonces como único material en la construcción de paredes domésticas. Varias cuadrículas de adobes frescos se oreaban en el ventear de la mañana soleada. En uno de aquellos socavones, lleno de aguas broncas color amarillo oscuro de tan enlodadas, nadaban de a perrito algunos escuincles sin importarles la mugre del líquido estancado.
“Empezamos la ascensión trepando montículos calvos y atravesando zanjones cavados por la erosión. Había gran cantidad de terrones que nos servían de proyectiles ocasionales en breves escaramuzas. Lo quebrado del terreno nos impedía encuentros a fondo no obstante que a esas alturas ya íbamos divididos en dos grupos con ganas de agarrarnos.
A resbaladas, tropezones y caídas, cuidándonos de las travesuras de los demás, llegamos a la cima sombreada por apretada arboleda. Desde una plataforma, suavemente ondulada, cubierta de guinumo, contemplamos por un rato los techos colorados de las casas de Uruapan luchando por destacarse entre lo espeso del follaje de las huertas. La torre del templo viejo perfilaba su silueta preciosa en contra del verdor de los altos fresnos del jardín de los Mártires. En vano intenté descubrir el techo de mi casa ubicada en la antigua calle de la Industria”.
Igualmente, el Dr. Arturo Pérez Coronado, ex-presidente municipal y hermano del pintor Manuel Pérez Coronado, en su libro póstumo “Llama en la Flama”, Uruapan, 2010, así recuerda su infancia:
“La calle de Santiago estaba empedrada desde la capilla hasta el centro de la ciudad, y corría el agua cristalina por una acequiecilla a lo largo de la calle. Cuando se hacía la fiesta del barrio (y aún se acostumbra), se ponían corredizos de papel picado, tendiendo los lazos de un lado a otro para hacer ondear con el viento alegre colorido de las banderas de papel. La música y los cohetes anunciaban la convivencia popular. Surgía la farsa de los hortelanos; algunos hombres se disfrazaban de mujeres y montando sobre burros hacían simulacros de raptos. Los arrieros llevaban fruta sobre los lomos de sus animales y los agricultores adornaban las yuntas con cadenas de papel multicolor, generalmente se usaban los colores patrios. Las guarecitas (señoritas), vestidas con los atuendos purhépechas, guanengos blancos con bordados de flores en punto de cruz, trenzas con listones de brillantes colores y faldas de lana, plegadas, danzaban llevando una jícara llena de flores y frutas sobre la cabeza. Son las Canacuas, ceremonia que se ofrece a quienes visitan el barrio… Y aún se regalan las flores y los frutos. Pero además, todo mundo es invitado a comer “churipo” con “corundas”.
“Fuera de la capilla, los panaderos venden ensartas de rosquetas. En esta fiesta pagano-religiosa corría el “charanda” (ron), y muchas terminaba en tragedia… Por fortuna, aún no se pierde del todo esta tradición, aunque no con el sabor original, se conserva la solidaridad de los vecinos. Ahora, en vez de arrieros, yuntas y danzas, desfilan carros alegóricos, tractores, deportistas; y persiste la presencia de las “guares” (señoras), luciendo la gracia y los trajes tradicionales de nuestra región p´urhépecha. Se sigue disfrutando del “churipo” y las “corundas”, pero ahora se ingieren otros licores, pues ya no se fabrica el “charanda” y el “Uruapan”, como en otros tiempos, bien destiladas; sin embargo, se alegra un poco el corazón del pueblo».
Otro vecino de Uruapan, don Manuel Padilla Busto, en su libro “450 Años de Historia de la Perla del Cupatitzio”, (Uruapan, 1983) sobre sus paseos nos comparte:
“Teníamos para disfrutar verdaderas convivencias, las huertas y muchos domicilios particulares que contaban con espacios grandes para fiestas. Pero los que podían llamarse más frecuentados por todas las personas, lo eran La Empacadora (donde ahora se localiza la Escuela de Agrobiología); La Presa, paseo de tantos recuerdos para todos los uruapenses; allí año con año había la celebración del Día del Arbol, y se hacían presentes autoridades y estudiantes para sembrar un arbolito. Había bastante agua y se podía dar paseos en bote; esto ya desapareció. Otros paseos eran La Morena (situada a un costado de la iglesia de San Juan Bautista), era una huerta con alberca; “La Quinta de los Hurtado”, donde había un pequeño lago donde se veían peces de colores y había lianas que servían para usarse de un lugar a otro atravesando el lago; se contaba además con alberca, nos dejaban pasar.
“Pero los verdaderos paseos eran La Tzaráracua y El Parque Nacional como hasta ahora, lo mismo que el Cerro de la Charanda, en donde se localizaban las famosas “Tinajas”, depósitos de piedra que guardaban el agua y servían para darse un buen baño”.
Por cierto, en este mismo tenor, don Alberto Rojas Corona en su texto publicado en 2007 en la revista Tiempo del Cupatitzio, titulado «El Campito (recuerdo)», hace referencia a sus vivencias de la infancia y los lugares para pasear:
«Entre los gratos recuerdos de la infancia en Uruapan, hijos, hay varios relacionados con los espacios abiertos existentes entonces: la plazuela de La Trinidad, con sus gruesos y altos fresnos y la capilla abandonada; La Cedrera, y bosque de cedros y eucaliptos, con sus peligrosos pozos de chapopote y las grandes zarzas donde se podía cortar situnes, enseguida, el campo de aviación, con su inmensidad plana y llena de madrigueras de tuzas o anís, éste, útil para el atole de grano; a continuación El Llano de Uruapan.
“En el otro extremo el parque, con la hermosura del nacimiento del Cupatitzio y su floresta múltiple; las huertas, con sus diversos árboles frutales y la oportunidad de hacer “tatemas”, sobre todo de plátanos; al sur, el malpaís a donde ibamos a recoger leña para los fogones de la casa, recorríamos una extensión entre el Palito Verde, en el camino a Jicalán y el Copal Rojo, un árbol grueso de copal que era de grosor poco común para esta especie, por cierto la leña era en su mayor parte de varas secas de Capitaneja y Copal y Papelillo, que eran las especies más abundantes; a veces encontrábamos encino y madroño, de madera dura que formaba muy buenas brasas, y muy ocasionalmente Inguambo.
“El Cerro de la Charanda al norte, donde solía ir a excavar para extraer charanda para remozar la chimenea de la cocina de la abuela, aclaro, ustedes no conocieron esta instalación doméstica que consistía en una plataforma en la que con barro y piedras se construían las hornillas para cocinar los alimentos; una, semicircular de unos 40 centímetros de diámetro y 10 centímetros de alto, de modo que se colocara el comal para cocer las tortillas. Otras dos, también en forma circular, para las ollas y cazuelas todas. Esta aclaración es debida a que ustedes conocieron a la abuela en la ciudad de México, cocinando en estufa y olla de presión, pero aquella chimenea, yo la pintaba de rojo con la charanda que recogía de pozos que hacía en el suelo del cerro, a este cerro se acudía, también a hacer días de campo ya sea de manera familiar o de la escuela. Charanda, en la lengua indígena significa color rojo, y por cierto que esta chimenea lucía hermosa, pintada toda ella y sus fogones, con su comal, cazuelas y ollas de barro rojo”.
Más adelante, prosigue:
“Otro de esos sitios abiertos y de paseo lo constituía La Presa, construida en el nacimiento del río Santa Bárbara, que desemboca al Cupatitzio, aguas arriba de la Tzaráracua, a la presa íbamos a nadar y a sacar chapos, dentro de la presa había unas pilastras y era un reto para los nadadores llegar a ellas, reto que sólo unos pocos, entre la palomilla, afrontaban…Además en el llano había numerosos árboles de cerezas y era una actividad recreativa muy interesante, proveerse de una cubeta, un bote, una canasta o una bolsa para ir a las cerezas. Adicionalmente, ir a las changungas, bajando de la Tzaráracua por el rumbo de Charapendo no más allá de la Tinaja Verde. Esta era una aventura más arriesgada debido a la lejanía (8 a 10 kilómetros), pero satisfactoria para la gula, las maduras se comían de inmediato, mientras que las sazonas se ponían en frascos con vinagre para consumirlas después”.
De igual manera, en “Un Momento en el recuerdo”, escrito contenido en la revista “Buril Inba”, Año 1, No. 9, Uruapan, mayo de 1985, Francisco Moreno Duarte (+), artista michoacano, alumno de Mapeco, y quien fue el director de la desaparecida Escuela de Arte y Cultura Félix Parra, manifiesta que:
“Allá en aquellos tiempos cuando en la mayoría de las viviendas se carecía de baños al estilo moderno, no había duchazos con regadera, con la comodidad con que hoy se pueden hacer; antes al pie de una pila o canoa con una jícara o algo similar se echaba el agua fría el bañista. La chamacada acostumbrábamos ir a bañarnos a los canales como el de la Tarjea, la Camelina, los Cedritos, etc., recuerdo que hacíamos coperacha para comprar fruta, chiles y demás ingredientes para preparar un rico “pico de gallo” el cual se picaba en una hoja de vástago lo que le daba mejor gusto.
“Se puede decir con reservas que los “curros” por tener con qué pagar eran los que iban a nadar a las albercas como la que hubo en la Quinta Hurtado, la de la huerta La Morena, la del general Tafolla. Entre la calle del Espinazo (hoy Nicolás Romero) estaban o aún están los populares baños de don Sotero que era a donde acudía la llamada clase baja, o sea, la de pocos recursos económicos.
“Recuerdo también las Tinajas por el rumbo del Cerro de la Cruz y claro que también hubo mucha gente que se llegó a bañar en las que fueron limpias y refrescantes corrientes de agua de los hoy sucios y contaminados tarechos”.
Dicho sea de paso, en su obra póstuma «Uruapan de Antaño» (Uruapan, 2002), el cronista Jesús Alejandre trata sobre los paseos del ayer:
«Fue en el año de 1922; mi grupo bohemio, de esa suave bohemia de los 20 años, vivía una época hermosa, brillante pudiera decirse.
“Nuestro teatro de acción no era fijo, nos dábamos cita en la Quinta Ruiz y en la Quinta de los Hurtado, Las Huertas, Los Riyitos, La Morena, en fin, todos los lugares pintorescos de que es tan pródigo nuestro terruño.
“Allá nuestros pasos encontraron todos los senderos y vericuetos; en todos los recodos floridos quedaron los ecos de nuestras andanzas juveniles, las vibraciones de nuestras canciones. Hacíamos versos para las novias castas y soñadoras, para ellas forjábamos con el entusiasmo, los latidos y a veces, muchas veces, las lágrimas del corazón, poemas para nuestras amadas. Bajo el dosel del cielo, teniendo por marco los verdes aguacates, los floridos cafetos y los perfumados pinares, recitábamos nuestros versos y de los poetas consagrados de nuestras preferencias. Todo lo que rimaba poesía y belleza era pasto magnífico para nuestros espíritus. Parte principal de nuestras sesiones eran: los violines, las guitarras, los violonchelos, los valses de Abundio Martínez y los del compositor vernáculo Valentín Aguilar”.
Y sobre Las Tinajas, lugar predilecto de la muchachada, en el Semanario Comentarios, recuerda el cronista Alejandre:
“Sigamos hablando sobre el Cerro de La Cruz: Por sus costados descienden “cuchillas” las cuales forman barrancas a veces superficiales a veces profundas; pero siempre hermosas, que manchan de verdor los gigantescos pinares, los amables arbustos y el musgo acogedor.
“Por esas barrancas se deslizan las aguas que el temporal ha venido acumulando en todo el cerro, formándose infinidad de corrientes cristalinas, divinamente sonoras, que persistían aun después de la temporada de lluvias, que es abundante en esas latitudes y esas corrientes al tropezar con la irregularidad del terreno o con grandes rocas forman pozas o “tinajas” que invitan a los paseantes a una recomfortable ablución.
“Las nubes, de blancura inmaculada, quietamente suspendidas en azul purísimo del cielo, realzan la belleza del paisaje, en tanto que el trinar de los mulatos y los jilgueros en armonioso contraste con el tierno zurear de la torcaza, se levan en la espesura como un himno perenne que gracias al cielo, es el paseo o mejor dicho, los paseos de “Las Tinajas”.
Se organizaban grupos de familias que tras caminar varios kilómetros a pie poseían mayor y más alegría, después de localizar los sitios de mayor agrado se instalan a la orilla de las corrientes tendidas de los paseantes sobre el césped, bajo los pinares protectores.
“Cada familia era portadora de viandas y licores destinados a ser consumidos en común llegado el momento el cual se amenizaban y alternaban con excursiones a tal cual cresta del monte, mientras otros acudían en busca de ramas más o menos para formar fogatas en donde calentar o confeccionar el bastimento. Otros más buscaban las tinajas adecuadas para darse un baño. En otras tinajas se bañaban las damas y en otras bien distantes se bañaban los varones. Antes, durante y después de tales excursiones y preparativos circulaban las copas de vernáculo aguardiente charanda”.
Antes concluir este apartado, no podíamos olvidar a otro cronista, el profesor José María Paredes Mendoza (+), quien nos dice que:
“En esos lejanos tiempos (años 30´s) era costumbre de abrir el domingo medio día y cerrar los jueves (al referirse a las tiendas y negociaciones). El día que se cerraba todo el comercio era aprovechado para ir de campo o al bosque alrededor de la vieja “Empacadora”, donde ahora está la Facultad de Agrobiología o a “La Presa” y otros se iban a “Toreo el Bajo” o a “Toreo El Alto”.
“En la noche la Banda Municipal se instalaba en el kiosco antiguo de la desaparecida plaza Juárez y tocaba la música de la época. Mientras la población entera se paseaba en los portales y las tres plazas, Mártires, Juárez y Fray Juan de San Miguel.
“En ese tiempo la única papelería de medio mayoreo y menudeo era la de Don Rodolfo López, en Emilio Carranza.
“La otra costumbre que se fue es la de que las jóvenes casaderas de la localidad acostumbraban ir a visitar a la virgen de La Magdalena los jueves por la tarde a rezarle a San Antonio…”.
Sergio Ramos Chávez, cronista de la ciudad de Uruapan.
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