1946: Pueblo lacustre al pie de la isla, las casuchas de los pescadores reflejan sus blancos muros en el agua quieta del lago.
A lo largo de las empinadas callejas, pescaditos plateados esparcidos sobre petates se secan al sol; finas redes colgadas de las paredes hacen a las humildes chozas un gracioso adorno de encajes.
En la pequeña iglesia rústica, he aquí la imagen ecuestre del “señor Santiago, matador de moros” pintorescamente aderezado con el traje de “charro”, y con las prendas de su guardarropa dispuestas, entre uno que otro “milagrito”, alrededor de la tradicional imagen. En la penumbra de la capilla, un pescador remienda una red, y el cadencioso vaivén de su lanzadera pone en el silencioso recogimiento como un rumor de plegarias.
Al pie de una cruz de piedra dorada por el sol, unos niños cantan una canción tarasca:
“(…) Danamalia, damamalia, jurascatzinga, por enden, chanitchio ana puechan por endentzan arizunecito male pirechintzan yasequi zuca (…)”
Entre las casitas bajas cuyas tejas de madera, plateadas por el tiempo, se parecen a las nacarandas escamadas de los peces del lago, las gradas del empedrado sendero se revuelven y suben hasta el pesado monumento a Morelos, cuya silueta maciza aplasta la isla y desgarra, como un grito discordante, la armoniosa quietud del panorama.
Dentro del coloso de piedra, una escalera circular decorada con frescos reproduciendo la vida del insurgente, llega hasta la cabeza de la estatua, cripta aérea donde, ante la máscara mortuoria, dos manos de bronce sostienen una corona de laureles, a la gloria del héroe de la independencia.
Desde un mirador abierto alrededor del puño erguido de la estatua, la vista abarca toda la superficie de las aguas plateadas donde, semejantes a las primitivas canoas de los pescadores, dormitan las islas…
He aquí, en la estela de Janitzio y como si fueran siguiendo a remolque, Yunuan, Tecuena, La Pacanda; allí, tendida al nivel del agua entre los juncos, Jarácuaro, donde el cura Morelos profesó otrora el catecismo; más cerca de la orilla he aquí, San Pedrito, Carián y la encantadora Uranden, donde los “purépechas” atrapan el pescado blanco en sus típicas redes encorvadas en forma de anchas alas que prestan a sus canoas el aspecto ligero de una mariposa: “(…) Uranden de las mariposas (…)”.
Antes de volver al embarcadero, se da una última mirada al conmovedor paisaje; pero ante la estatua monstruosa se pregunta uno si los visitantes comparten hogaño aquel sentimiento expresado antaño por un cantar de guerra de las tropas insurgentes: “por un cabo, doy dos reales, por un sargento, un tostón; por mi general Morelos, doy todo mi corazón…”
Al rítmico compás de sus remos, las piraguas se apresuran desde la orilla hacia la isla el agua opalizada por el atardecer.
El sol poniente despliega al occidente un brocado de oro, y con su puño vengativo, la efigie de Morelos violenta aquel firmamento de la gloria…
“Janitzio, absorta en el lago gozosa se aliña; y medita sus juegos y fragua su sueño, en el sueño del agua (…)”. *
Texto de Lionel Vasse.
* Fragmento de un poema de José López Bermúdez en “Michoacán, Canto y Acuarela”.
De “Andanzas Mexicanas” Lionel Vasse. Prólogo de Alfonso Reyes. Edición especial para el Círculo Literario, México, 1948.
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