“Yo no me monto en ese cuaco –gritó iracundo un arrogante joven-, porque los tordillos y los tarugos desde lejos se conocen”. Y empujando a quien se lo ofrecía y haciendo ostentación de destreza y virilidad saltó entre los lomos de un alazán tostado, de quien reza el refrán: “antes muerto que cansado”.
Aquel gallardo jinete era Juan Colorado, y aquel caballo bien cortado, alambradito, de cabeza pequeña, de orejas chicas, de crin y cola abundantes, de brillante pelo, era el “Huracán”. Se había hecho de él un Domingo de Ramos en la Feria de Peribán, y luego, en Uruapan, había comprado todo el ajuar: una buena silla de montar de “cuero, plata y marfil”; y el freno y la falsa rienda; las chaparreras y la reata dura de San Juan del Río. Para el 8 de diciembre había ido a las fiestas de Pátzcuaro y allí había comprado unas espuelas de las mejores que se hacen en Amozoc. Más tarde compró en Zamora un buen sarape de Saltillo. La cuarta la compró en Morelia, en el mercado de San Agustín.
Todo esto lo había comprado inspirándose en el refrán mexicano: “Charro sin sarape, ni espuelas, ni cuarta, mal rayo le parta”. Lo que más trabajo le dio encontrar fue un sombrero a su gusto, porque había oído a su abuelo un dicho muy sabio: “Para el hambre la cemita; para las tunas el gancho; para la mexicanita un hombre de sombrero ancho”. Porque la mera verdad, toda la tirada del buen caballo que tenía y de sus vistosos arreos, iba encaminada a conquistar el corazón de un noviecita santa que lo amara mucho, mucho, mucho, y nunca lo engañara; que lo comprendiera bien, que le diera de comer, y le planchara con almidón sus camisas.
Y como él sabía, por larga experiencia, que un sombrero de ala amplia, de copa alta, bien trabajado, impresiona mucho a las bellas admiradoras, se dio a buscar ese sombrero que completase el conjunto varonil de su vestido charro. Y al imaginarse con ese traje volvía a saltarlo la idea de una lindísima mujer con quien traduciría a la vida real el verso del poeta veracruzano: “tú, como la paloma para el nido; yo como el león para el combate”.
Por fin encontró el sombrero, muy a su gusto, en una tienda de Sahuayo cuando fue a esta población a ver la danza de los Tagualiles, en un 25 de julio.
Con tan buen caballo y con buenos arreos, Juan fue el hombre más famoso de toda la comarca. Lazaba entre los arrozales de Lombardía y Nueva Italia, y por entre las huertas y cafetales de Ziracuaretiro, El Papayo y Caracha.
A Jiquilpan iba en las fiestas de noviembre a lazar y jinetear los toros bravos y cerriles de aquel rumbo. Y para mayor lujo, sólo una mano metía en el pretal, mientras que con la otra saludaba al público y daba las gracias a las muchachas que le arrojaban ramos de encendidos claveles.
Cuando había jaripeos en Apatzingán y Ario de Rosales, era Juan el que más humo sacaba de la cabeza de la silla y el que más se lucía haciendo manganas. En la misma plaza de Apatzingán jineteaba las yeguas más broncas, y sólo cuando la crin se le caía a éstas, Juan daba un salto hacia el suelo.
De otra manera siempre se les quedaba. Ejecutaba también el peligrosísimo paso de la muerte, que consiste en el paso de un caballo el pelo a otro también en pelo y en plena carrera ambos. A Tacámbaro va a colear, suerte que hace el charro mexicano derribando un toro o un caballo o una yegua en plena carrera, tirándolos de la cola. La suerte se efectúa corriendo el caballo en que va el jinete y el animal que se va a colear. Aunque muchos charros coleaban muy bien por toda esa región, ninguno lo hacía tan vigorosa y valientemente como Juan Colorado, porque él lo hacía montado en el “Huracán” en pelo y sin freno. Esto podía hacerlo debido al cuidado y educación que había dado al caballo. En esto también había puesto en práctica el refrán mexicano: “El caballo y la mujer al ojo se han de tener”.
Juan era excepcionalmente aficionado a las tapadas de gallos. En Puruándiro y Tangancícuaro, en Tacámbaro y Arteaga, en Jiquilpan y en Huetamo, en todos lados donde había palenque, allí estaba Juan Colorado echando piropos a las cantadoras y apostando fuera al giro o alabado, al colorado o al negro, según le pareciese el gallo más altivo y fino, y según el amarrador de navajas fuese más experto y más su amigo. Tenía un ojo maravilloso para apostar al gallo que iba a ganar. Mucho contaba aquí su experiencia. Observaba muy bien al gallo que tuviese la cabeza gruesa, pico agudo, cuello levantado, plumas largas y doradas, alas grandes, cola alta, crecida y brillante. Si un gallo era así de pilón, cantador, Juan le apostaba. A nadie extrañaría que un hombre que dedica su vida a las peleas de gallos, a charreadas, a jaripeos, a fiestas y a ferias en todos los rumbos del Estado, fuese muy popular y querido, afortunadísimo para las mujeres. De él canta un corrido: “y en cada pueblo que paso, dejó siempre un amor”.
¡Tenía todas las bellas cualidades del charro auténtico, pero arrastraba también todos sus defectos! En las cantinas de la montura llevaba siempre algunas botellas de Charanda, y al encontrar a sus amigos en algún poblado o fuera de él, en campo raso, brindaba profusamente con ellos. Era entonces cuando hacía bailar al “Huracán” los sones típicos de la tierra caliente michoacana. Y tan acostumbrado estaba a ello el caballo, que todo era oír la música de viento y sentir la espuela en el ijar, empezaba a ejecutar el baile, Juan se apeaba después y comenzaba él mismo a bailar dichos sones y el jarabe tapatío. Esto era el principio de muchos excesos.
¡Cuántas veces tuvo que envolverse en la nube de polvo que levantaba el caballo en su veloz carrera, y en la que formaba el humo de los balazos que él disparaba para escapar de manos de la justicia! En más de una ocasión lo esperaban en emboscadas para arreglar rencillas suscitadas por celos más o menos bien fundados. Cuando llegaba a un pueblo o ciudad encontraba raspado el brioso caballo. Por las noches sacaba gallo, y una de las primeras canciones que hacía entonar al pie de la ventana de su amada: “…y si acaso yo muero en campaña, y mi cuerpo en la sierra va a quedar, Adelita, por Dios te lo ruego, que con tus ojos me vayas a llorar…”.
No era hombre de letras ni sabía analizar sus pensamientos, porque no conocía ni la o, por lo redondo; ni la i, porque tiene un puntito arriba, pero esa estrofa lo dejaba un poco triste porque tenía muchos enemigos, y aunque a nadie temía y llevaba siempre pistola y machete, nadie podía saber lo porvenir. Por esto empezó a amar la soledad, aunque siguiese con el aspecto de ruidoso y bullanguero.
Gozaba con el silencio sacrosanto de las sierras. A veces apartaba su caballo del camino, y en un lugar nunca hallado por planta humana disfrutaba de la dulce quietud del silencio. No se escuchaba más que el ulular de los pinos, los zumbidos de los insectos y el lejano golpe de hacha que derribaba algún tronco. El eco de ese golpe prestaba cierto misterio al paisaje. Todo quedaba en paz cuando al poco rato crujían unas ramas y se escuchaba el ruido imponente de un cuerpo que caía inerte: un árbol dejaba de existir. Entonces no oía más que el ruido de las hojas secas producido por las inquietas pezuñas del “Huracán”.
Huyendo de la sociedad y trato humanos, Juan se dirigía con frecuencia hacia el mar. La opulenta vegetación de la sierra a sus espaldas; las lomas, esmeraldas preciosas manchadas por la roja tierra que sacaban las tuzas iban pisando. Venían más tarde los encinos y madroños; más abajo las zirandas de ramas anchas y corpulentas; y más abajo sólo los cactos y plantas llenas de espinas, hasta que se llega al océano, al inmenso Mar del Sur como le llamaban los antiguos. En esa costa todo es imponente y majestuoso, desde la desembocadura del río Balsas en Melchor Ocampo, hasta el río Coahuayana en los límites de Colima. Lo mismo en Playa Azul que en la plaza de Maruata, en la ensenada de San Telmo o en la desembocadura del río Coyre. En todos estos lugares se llenaba de paz aquella alma inquieta de aspecto rudo y tosco, pero con un fondo noble lleno de bondad a la manera de los antiguos caballeros andantes.
¡Cómo admiraba asombrado el espectáculo que presentaba el mar cuando el sol, próximo a sumergirse en las olas, iba tiñendo las aguas de los mil diversos colores! Sentía ahí algo parecido a lo que experimentaba en el Tepeyac al ver a la Sma. Virgen de Guadalupe, cuya imagen siempre llevaba consigo, o a lo que sentía en el santuario de Pátzcuaro o Acahuato, o cuando iba a Parangaricutiro a bailar ante el Santo Cristo.
A medida que el agigantado disco solar se hundía en el océano, convertirse éste en mar de fuego, que con el vaivén estruendoso y eterno de las olas iba revistiendo colores y matices indescriptibles. A su espalda quedaban los caseríos de Playa Azul, con sus bosques de palmeras e cuyos penachos la brisa entonaba inefables canciones.
Cuando el sol se ocultaba en Maruata había un verdadero duelo entre en cielo y el mar por exhibir los más bellos colores; partiendo de la línea azul en que se besaban, hacia arriba, lucían en el firmamento todos los colores imaginables, desde el rojo escarlata hasta el oscuro del morado obispo. Todos esos colores los reproducía el mar, pero con la inconstancia de sus olas los multiplicaba en formas variadísimas, infinitas… Unas olas eran verdes, otras azules, otras plateadas, doradas, plomizas, todas coronadas por espuma blanca que a la vez es de plata, y en ocasiones de rubí. Cuando la noche llega al mar, es éste un abismo negro que azota encolerizado los ásperos acantilados de Maruata. Sólo se escucha el rumor de las olas que se arremolinan en torno de las viejas cuevas produciendo al introducirse en las oquedades, imponentes detonaciones y empujando el agua en forma de géiseres a alturas insospechadas.
Una de esas olas estruendosas se había llevado el fondo del mar el recuerdo de Juan Colorado, y fue necesario que un inspirado compositor hidrocálido, Alfonso Esparza Oteo, lo restituyese a Michoacán en un corrido original que se ha convertido en el himno nacional de toda la región, porque es él el tipo del hombre varonil y fuerte, del jinete valiente, del constante enamorado, del patriota ejemplar que, si es preciso, inmola su vida en aras de una noble causa.
Texto, José Zavala Paz
De: “Bocetos Michoacanos”, José Zavala Paz, México, 1953.
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