NACE EL PERSONAJE. Inés Chávez García, famoso cabecilla, temible bandolero, revolucionario audaz, peligroso asaltante de caminos, segador de vidas y violador de honras, juzgado por sus hechos y hazañas más características, es, a pesar de todos los peores adjetivos que se le puedan aplicar, una figura interesante de nuestro medio, digna del mejor de los análisis biográficos. La imaginación popular, vivamente impresionada de sus valientes acciones, ha llegado a convertirlo en un tipo de leyenda, protagonista de dramas violentos y actos arriesgados: las versiones regionales lo presentan como un centauro invencible, como una especie de mitología mexicana, tan real como pintoresco.
En efecto, Chávez García, no fue un tipo ordinario ni una mediocridad intrascendente; sin más inteligencia que sus rústicos alcances, su recuerdo bien puede servir para hacer la apología del mexicanismo campestre, personificado en sus gestos y acciones de guerrillero.
Posiblemente en toda la revolución mexicana no hay un solo hombre que, como él, sea merecedor de la admiración general y de la más triste de las celebridades, aunque, a veces, se le recuerde con resentimiento e indignación. Su vida fue una serie de peligrosas aventuras y constantes atropellos, hasta el grado de que su audacia y crueldad no admiten siquiera comparación.
En las primaverales y tranquilas campiñas michoacanas, su abultada silueta contrastaba con la espléndida hermosura del paisaje, pues parecía la satánica encarnación del mal brotando de la misma tierra, indómita y feroz. Por más que su figura pudiera dibujarse con fuertes e intensas pinceladas sobre el lienzo de los panoramas pueblerinos, su retrato natural podría captarse, sin embargo, en unas cuantas líneas inéditas y originales.
Inés Chávez García, a pesar de su grandiosa acometividad, era un hombre de pequeña estatura, aunque de complexión robusta, anchas espaldas, vigoroso pecho y musculosos brazos. En su cara redonda, se conservó siempre impreso un gesto enérgico, imponiendo un tono de superioridad a los rasgos de su mestiza fisonomía; sobre sus ojos oscuros, despiertos y penetrantes en sus momentos de mirada felina, se adivinaba, no obstante, un reflejo de inquieta vivacidad. Los labios abultados y de espeso bigote daban a su boca el aspecto de una guarida impenetrable, sus manos anchas y ásperas, adornadas con valiosos anillos en que apenas si cabían sus gruesos dedos, apretaban lastimosamente al saludar, denunciado, por otra parte, su procedencia campesina. Unas piernas cortas y delgadas, ajustadas dentro de un pantalón estrecho, descubrían claramente a un zambo perfecto, acostumbrado al duro oficio de montar a caballo. Vestía habitualmente traje de charro, con abotonadura de plata, finamente bordado, jamás le atrajo el uniforme militar para ostentar el grado de general, que adquirió por su prestigio de guerrillero más que por méritos de campaña, pero substituyó, sin embargo, los huaraches campesinos por flamantes zapatos de una pieza para poder soportar las pesadas espuelas de inconfundible sonido. Montaba con admirable destreza y sobre el caballo adquiría una importancia señorial; como amansador de potros no había quien le superara, pues hasta sus propios hombres, diestros en el oficio, le reconocían indisputable calidad de jinete; la pistola reglamentaria lista para responder ante cualquier emergencia, nunca se apartó de su cintura, protegida por el adornado cinto, mientras cubría el pecho y la espalda con las terciadas carrilleras repletas de parque.
Tenía toda la característica del ranchero landino, sagacidad en los hechos, mañoso en las palabras, mal habladas, desconfiada en extremo y valiente hasta la temeridad. Sus excesivas precauciones lo ponían a salvo de toda contingencia; jamás se durmió sobre sus laureles, ni se confió a las aparentes seguridades del éxito, pues estaba siempre en actitud alerta y presentía a gran distancia la proximidad del peligro, olfateando el viento o estudiando los rastros. No era fácil, por lo mismo, sorprenderlo en descuido, supuesto que ejecutaba todos sus movimientos con rapidez y cautela, cubriendo la retaguardia, vigilando los flancos y asegurando la retirada.
Aunque no fumaba ni bebía, sus vicios eran mayores y mucho más grandes sus manías; para completar su fisonomía moral, bastará con decir que era tan cruel como malvado y tan perverso como atrevido. Su lenguaje era de insolente rusticidad, pues usaba los conceptos más vulgares e hirientes para mandar u ofender a los demás; su voz era tan gruesa que, al escucharla, sonaba como un tétrico presagio e infundía temor por la violencia de su acento campestre. Empleando el léxico regional, sus frases eran bruscas y autoritarias que si, a propósito, quisiera imprimirles un sentido categórico y definitivo. Difícilmente salieron de sus labios palabras de ternura o de bondad; nunca se ablandó ante el sufrimiento ajeno ni se dejó vencer por la fatiga o el dolor, como si su brutal entereza le hubiera hecho perder todo resabio de sensibilidad. El temple de su espíritu, tan duro como el acero, lo hacía invulnerable a todo rasgo de compasión o de piedad, y permanecía impasible ante los más sangrientos espectáculos conservando entera la serenidad en los momentos de peligro mortal.
Imponerse por el terror; proceder arteramente, sin más normas que la arbitrariedad y la violencia; sembrar la muerte y desolación al paso de su caballo y al tintineo de sus espuelas, aniquilando vidas y violando honras, arrasar pueblos y ejercer venganzas; profanar templos, sustraer por la fuerza los fondos públicos, saquear casas particulares y establecimientos comerciales; tales fueron, en síntesis, las normas de campaña y los principios fundamentales de su arbitraria conducta de corredor de manos.
Sin embargo, José Inés Chávez García no encaja, al parecer, en esta tesis tan brillantemente expuesta por Dostoievsky en su novela titulada “Humillados y Ofendidos”, pues el análisis de su existencias singular nos revela claramente que su suerte hubiera sido muy distinta, de no haber mediado en su vida circunstancias adversas que lo hicieran reaccionar de manera violenta.
José Inés Chávez García perteneció a una humilde familia de campesinos michoacanos de la región de Puruándiro, que a decir del licenciado Gustavo gallardo, es la más representativa del folklore nacional por el pintoresco colorido de sus costumbres. Nuestro personaje nació –posiblemente- en la jurisdicción de la antigua hacienda de Huaniqueo o en el rancho de Tecacho de la tenencia de Godino; su madre fue una mujer sencilla y abnegada, cuyas virtudes consistieron en un extraordinario apego a las labores domésticas, un acendrado amor por sus hijos y una felicidad inquebrantable a su marido. El padre de Inés era un hombre rústico, con las características del perfecto hombre de campo; fuerte de vitalidad, enérgico de carácter e infatigable y constante en el trabajo diario.
Con la bondad y la fuerza personificadas en sus mismos progenitores, José Inés llegó a la vida significando, como en todos los hogares campesinos, la promesa de dos fuertes brazos masculinos para el sostén de la familia; el padre tuvo, desde el primer momento, la idea de que el nuevo hijo se dedicara a las tareas campesinas, en las que todos sus antepasados se habían hecho hombres.
Aunque su niñez no estuvo exenta de amarguras y penalidades, llegó a la adolescencia sin renegar de su oficio; pero cuando pudo darse cuenta de las miserias hogareñas, trabajó incansablemente para multiplicar los esfuerzos y aumentar los jornales; y así, sudando día a día, vio correr los años hasta alcanzar la juventud, amoldada a las durezas del campo.
SE INCORPORA A LA REVOLUCION. Lo cierto es que cuando se le presentó una oportunidad de cobrar la revancha no quiso dejarla pasar, y se resolvió a aprovecharla; al venir el levantamiento nacional contra el gobierno usurpador de Victoriano Huerta allá por 1913, Inés se alistó como soldado en las filas revolucionarias del General Joaquín Amaro, buscando la manera de cambiar la pobreza por el rico botín que pensaba conquistar.
Ganó. Desde luego, la confianza y la simpatía de sus jefes inmediato por su comedimiento y disciplina; pero comenzó a distinguirse entre la tropa por su audaz serenidad en la ejecución de actos arriesgados, sin cuidarse siquiera de exponer la vida en cada trance. Lo que le valió adquirir el grado de capitán por méritos en campaña; pero no se conformó con ser simple oficial obligado a someterse a la férrea voluntad de la superioridad, sin la posibilidad de poner en práctica sus propios planes. Y a pesar de que su ambición era llegar a imponer sus caprichos sin tener que rendir cuentas a nadie, esperó el momento propicio para liberarse -definitivamente- de órdenes superiores.
NACE LA LEYENDA DEL “ATILA” MICHOACANO. Cuando vino el rompimiento entre el Gral. Francisco Villa y don Venustiano Carranza, Chávez García desertó de las fuerzas del gobierno en compañía del Gral. Jesús Síntora, cuya superioridad militar reconoció provisionalmente. Pero se valió de la situación de emergencia para escapar a su dominio y, en la primera oportunidad, se cortó por su lado al frente de siete hombres. Mientras Síntora puso su cuartel general en la región correspondiente al Carrizal de Arteaga y La Huacana; en tanto, José Inés, con su pequeño contingente, buscó refugio en las abruptas serranías de Puruándiro, donde dispuso las cosas de tal manera que logró hacerse inexpugnable en su propio terreno.
Estuvo agazapado durante algún tiempo, al cabo del cual había logrado reunir, entre los más valientes campesinos de sus tierras, cerca de trescientos hombres; cuando los tuvo bien organizados, cada quien en su sitio y con los elementos necesarios para entrar en campaña, inició la violenta acometida. Iba ya en condiciones de emplear sus propios recursos para realizar sus siniestros proyectos de venganza y exterminio; pero para asegurarse la posibilidad de contar con refuerzos en momentos adversos, formó alianzas y pactos de ayuda mutua con los jefes rebeldes cercanos a sus dominios. En esa forma, contó desde luego con apoyo de caudillos regionales del tipo de Macario Silva, Octavio de la Peña, Félix Ireta, Roa y algunos de menor categoría.
Sin embargo, en Chávez García que fue realmente un hombre original, ocurrió precisamente lo contrario, pues violó las tradiciones regionales y las costumbres sedentarias de sus antepasados para entregarse al peligroso oficio de conquistar tierras desconocidas. Superando los localismos y abandonando el propio terruño, se convirtió en un bandolero profesional cuya ambición consistía en abarcar todas las latitudes, vencer todas las distancias y rebasar todos los límites para encumbrar su fama de vencedor. Fue en suma, un raro ejemplo de nomadismo regional, una especie de ave sin rumbo lanzada hacia el espacio, por el afán insatisfecho de tragar nuevos horizontes.
Inició su odisea campestre con un escaso pero aguerrido contingente; poco a poco fueron engrosando sus filas hasta formar un verdadero ejército de sádicos y criminales. Llegó a reunir cerca de cinco mil hombres; pero en los primeros encuentros contra el gobierno se dio cuenta de la enorme dificultad para distribuirlos estratégicamente, y optó por reducir el número para movilizarlos con mayor rapidez. Con mil hombres, resueltos y leales, bien montados y equipados, hasta el grado de que no hubo uno solo que rehuyera el combate ni traicionara a su jefe, el bandolero regional llegó a hacerse invencible.
EL “AZOTE” MICHOACANO MANTIENE SU PODERIO. No tuvo empacho en proclamar el robo como sistema, el atropello como norma y el asesinato como desquite; recurrió a todos los procedimientos para agenciarse dinero; los robos en despoblado, el saqueo a manos llenas, los préstamos forzosos, el secuestro para exigir rescate y el apoderamiento ilícito de cuanto encontraba al alcance de sus manos, fueron la síntesis de sus proezas. Pobres y ricos, fuertes y débiles, culpables o inocentes, perdieron la vida o la fortuna ante la voracidad inagotable del bandolero y sus secuaces, cuyas manos ávidas de sangre y de tesoros exploraron generosamente todos los cuerpos y todos los rincones hogareños.
Tomó por asalto, uno tras otro, los pueblos más pacíficos de Michoacán para entregarse en ellos a la lujuria y al pillaje; destruyó y vació ricas haciendas, dejando manos libres a sus hombres sobre bienes, vidas y honras, de tal manera que no escaparon a la sustracción implacable de sus hordas desbocadas e insolentes ni riquezas ni víveres, mercancías, animales de rapiña, en menos de un mes se apoderó de Acuitzio, Pátzcuaro, Tacámbaro, Ario de Rosales, Paracho, Tzintzuntzan, Zamora, Tanhuato, Santa Ana Maya, Purépero y Quiroga.
Su sistema de pelea era atacar por sorpresa: antes de amanecer caía inesperadamente sobre los pueblos, de tal manera que cuando lo imaginaban a distancia aparecía sobre las calles, vomitando balas y lanzando amenazas. Ni siquiera daba tiempo a que se organizaran las defensas civiles, y en la mayoría de los casos, la población se entregada sumisamente, procurando halagarlo para hacer menos duro el castigo. Doliente espectáculo el que seguía a sus entradas triunfales: casas destruidas, hombres asesinados, niños abandonados, mujeres ultrajadas, gritos y lamentos por todas partes; después, ufano de su venganza emprendía lentamente la retirada, y cuando las tropas federales acudían tardíamente en protección no encontraban más que ruina y desolación, hombres colgados, miembros desarticulados y mujeres agonizantes, en los lechos profanados… Cuando preguntaban sobre el camino que había tomado el bandolero, la gente contestaba invariablemente: ¡Na´más los vimos pasar!
Una fresca mañana, cuando la luz asomaba sobre el penacho de la sierra, cayó sobre Acuitzio; violó, mató y robó sin compasión, para seguir después, tranquilamente su camino… ¡Na´más lo vieron pasar! Llegó a Pátzcuaro, sin más testigos mudos que el lago legendario, salpicando de sangre las empedradas calles, asesinando en masa a la población… Volvió a caminar hacia delante y ¡nomás lo vieron pasar! Se detuvo a descansar en las sombreadas huertas de Uruapan y su distrito, viendo cómo sus hombres trozaban a cuchillo los pechos de las hembras lugareñas para medirlos con las peras y cómo desprendían a machetazos las extremidades masculinas para comparalos con la longitud de las cañas.
Antes de irse bañó su cuerpo impuro en el chorro de la sagrada cascada de la Tzaráracua y ¡Na´más lo vieron pasar! Durmió en Tacámbaro para compartir la cama con la guapa telegrafista que poseyó a la fuerza, y antes de amanecer salió por los callejones, tomando el rumbo de Ario de Rosales… nuevamente ¡Na´más lo vieron pasar! Hizo el recorrido de regreso casi sin descansar, para pasar nuevamente por Pátzcuaro a cobrar cuentas pendientes y seguir, inmediatamente después por Tzintzuntzan y Quiroga. ¡Na´más lo vieron pasar!
A Zamora entró al cabo de un ligero tiroteo; cargó las mulas de alhajas y monedas de oro, y cuando lo vieron pasar, iba ya en dirección de Tanhuato, donde nuevos regalos le esperaban. El gobierno quiso sitiarlo tapándole la retirada, pero él ya estaba desayunando en Purépero, sentado sobre los rígidos cadáveres. ¡Na´más lo vieron pasar! Corrió s Santa Ana Maya para quemar hasta las chozas más humildes y, luego, se fue escalando montañas hasta perderse entre los montes. ¡Na´más lo vieron pasar! Pero cuando apareció en su tierra natal, tratando de buscar descanso, como la fiera que vuelve mansamente a su guarida harta de carne, la gente sorprendida igual ¡na´más lo vio llegar!
Un día cayó, capitaneando su bandada de buitres, sobre la rica hacienda de Cantabria pretendiendo apoderarse de las almacenadas reservas maizales que el Gral. Obregón había comprado para abastecer al ejército federal en campaña; pero la hacienda estaba protegida por el Gral. Cecilio García, quien al mando de un hombruno batallón, le presentó valiente resistencia deteniendo el avance.
Siguiendo rutas más propicias, se lanzó sobre el pueblo de La Piedad, pasando el puente de Cabadas son sonoro tropel, mientras el resto de la caballería cruzó a nado el río Lerma. Hubiera entrado fácilmente hasta la plaza central, a profanar la iglesia pueblerina y derrumbar el palacio Municipal, amén de otras fechorías no menos condenables, si no hubiera sido porque sus habitantes, que ya conocían en carne propia los rigores de su brutalidad, rechazaron sus acometidas peleando día y noche sin ceder un solo trecho. El bandolero atacó cinco o seis veces consecutivas, estrellándose contra la muralla infranqueable de la defensa civil brillantemente organizada por los hermanos Chavolla y el Gral. Enrique Ramírez.
Fuera de estos casos aislados, en todas las demás acciones el Gral, José Inés llevó siempre la de ganar, y ni el tranquilo e inofensivo pueblecito de Jacona, del rumbo de Zamora, escapó al vendaval de sus arteras penetraciones. En complicidad con Ernesto Prado y otros caciques, llegó a controlar íntegramente la extensa cañada de los once pueblos tarascos, algunos de los cuales son Tacuro, Tanaquillo, Tocumbo, Huánsito, Sopaco y Santo Tomás. En ellos acampó durante ciertas ocasiones, de paso hacia Pátzcuaro, Uruapan y Tacámbaro, sin que el enemigo hubiera logrado cogerlo desprevenido porque los indios lo pusieron alerta, con la anticipación suficiente para presentar combate o ponerse a salvo en ventajosa distancia.
Huyendo de las aves de rapiña y los leopardos pintados, como en aquél tiempo llamaron a los chavistas, muchos pueblos quedaron desiertos, regiones enterar emigraron en conjunto; era frecuente, entonces encontrar en los caminos nutridas caravanas, que marchaban hacia tierras menos expuestas en busca de protección, llevando consigo muebles, ropas, cosechas y animales. Todo mundo corrió a refugiarse en la ciudad de Morelia, donde la aglomeración fue tal que la gente dormía en los portales o sobre una larga fila de petates tendidos en los patios de las casas coloniales. Morelia fue entonces, el verdadero refugio de Michoacán: tipos de todos los rumbos, luciendo pintorescos trajes regionales, se congregaban, diariamente en la plaza principal a comentar las alarmantes noticias que llegaban del interior. Que Chávez García ya tomó Zamora, que incendió Santa Ana, que anocheció en Purépero, amaneció en Acuitzio y desayunó en Pátzcuaro.
Pero el fiero Inés no se conformó con ensañarse contra los pueblos más débiles de Michoacán, sino que, rebasando los límites de toda agresividad humana, también llevó sus huestes hasta ciertos lugares de los estados circunvecinos. Cayó como rayo sobre el pueblo jalisciense de Degollado y, dizque para justificar con creces el significativo nombre de la localidad, mandó pasar a cuchillo la mayor parte de sus habitantes, quemó las casas y derrumbó la iglesia. Y apenas transcurridos breves días, en Pénjamo, Guanajuato, causó destrozos incalculables obrando con idéntica ferocidad al someter a la población a sangre y fuego. Dicen que antes de abandonar los lugares fronterizos manifestó a sus oficiales: “Procuré acabar con todo y con todos pa´no tener que volver después, pues la mera verdá es que no me cuadra dejar cuentas pendientes en tierra extraña”.
Ante su creciente poderío, y viéndolo entronizarse cada vez con mayor insolencia dentro de los dominios de su bárbaro caudillaje, el gobierno federal se resolvió de plano a poner a todos los elementos necesarios para exterminarlo en sus propios correderos. No menos de diez Generales, todos de fama y de renombre militar fueron comisionados para el efecto, con instrucciones terminantes de no cejar ni un momento en la encarnizada persecución; desde los brigadieres hasta divisionarios le siguieron los rastros todo el día y noche, sin darle alcance; cada cual por su lado y empleando distintos métodos de campaña, fracasaron en el renovado intento de cogerlo vivo o muerto.
En vano los Generales Ibáñez y Norsa-garay le taparon los caminos; Inés se les salió por las veredas; inútilmente el General Manuel M. Diéguez intentó cogerlo dormido: Inés nunca cerró los ojos o apenas dormitó arriba del caballo: no bastó con el el Gral. Daniel Sánchez le fingiera amistad para tratar de platicar con él; Inés nunca asistió a las citas, temeroso de caer en una celada, no fue tampoco suficiente con que el General Benigno Serratos, jefe del Sector Militar de Pátzcuaro, disfrazara sus ropas a la manera tarasca para sorprenderlo en sus campamentos; Inés nunca se le dejó acercar porque sabía, por experiencia propia, que los indios pacíficos no andan a caballo; perdió el tiempo el General Joaquín Amaro al tratar de perseguirlo sin descanso para fatigarle la caballería sin descanso: Inés y su gente montaban en pencos más resistentes que una liebre; fue también por demás que el General Lázaro Cárdenas, con batallones de valientes yanquis, hubiera pretendido aniquilarlo en los combates campestres: Inés le peleó sin asustarse, ventajosamente situado en su terreno trayendo como soldados y campesinos de ley, más fuertes que un toro y más audaces que un águila; en suma, uno a uno, lo buscaron sin hallarlo o lo encontraron sin tocarlo.
Se le veía acampar en un lugar, esconderse en las sombras nocturnas de la sierra para volver a aparecer, como un satánico mensajero del mal, pero lo menos a doscientas leguas de distancia. Hubo ocasiones en que anocheció atacando un pueblo de Jalisco, amaneciendo con idéntica agresividad por el rumbo de La Piedad, y antes de que calentara el sol, ya estaba sobre las orillas de Pátzcuaro, tratando de conquistar la plaza a fuerza de terror. Obraba con tal velocidad en sus planes de campaña, que cuando los trenes y las fuerzas federales se movilizaban para cubrir la retirada, Chávez García ya estaba en el otro extremo a salvo de toda contingencia.
Otro de sus bárbaros deleites eran los descarrilamientos y asaltos de trenes, para robar los pasajero y acabar con los pequeños destacamentos militares, que viajaban en los vagones custodiando la vida. En los lugares más apartados, previamente convencido de sus superioridad, detenía la máquina, ya fuera cortando los rieles o subiendo en los vagones a galope tendido para obligar al maquinista a parar en seco, pistola en mano. Después de pasar a cuchillo a los pocos soldados federales que venían en el ferrocarril, a empujones y cañonazos sus hombres obligaba a los pasajeros a bajar a tierra; él personalmente los registraba uno a uno para quitarles cuanto trajeran encima, ordenando a los demás oficiales que se llevaran equipajes, vestidos, joyas y dinero. Si había entre los viajeros una buena hembra, la subía a uno de los vagones de primera y, en medio de llantos y protestas, la violaba sobre uno de los acojinados asientos. Cuando sus instintos sexuales quedaban brutalmente satisfechos y la cuantía del robo estaba en proporción de la voracidad de sus hordas, abandonaba el campo con el rico botín llevándose consigo algún importante personaje para exigir fuertes sumas como rescate.
LA “INFLULENCIA ESPAÑOLA” AFECTA A LAS ASPIRACIONES DE CHAVEZ GARCIA. Era 1918. El tenía 29 años. Un día llegó a sus oídos la noticia de que una terrible enfermedad había aparecido entre los pueblos distantes, acabando con hombres, mujeres y niños: era el azote mortal de la llamada “influenza española”, que como una sombra negra se tendía sobre los hogares campesinos. Pero el bandolero, enseñoreado en su agreste grandeza, no pensó siquiera que aquella plaga mortal pudiera irrumpir en sus vastos dominios; siguió ufano de sus conquistas y seguro de su vitalidad, imponiendo su dura ley de vencedor por toda la comarca michoacana.
Hasta que un día vio que el terrible mal comenzaba a brotar entre los lugareños; de pronto, la enfermedad se extendió arrolladoramente por todas las campiñas de Michoacán, donde la gente moría en cifras aterradoras sin que nadie escapara al contagio mortal. Toneladas de cadáveres se recogían diariamente en las calles pestilentes; en los panteones no cabían las sepulturas y, en muchos lugares, era preciso abrir nuevas fosas, apilar los muertos o arrojarlos al río. Masas enteras de familias despavoridas huían por los caminos, tratando de escapar a la mortandad; pero en el trayecto iban cayendo, uno a uno, sin que hubiera manera de proteger la vida.
Ante este tremendo espectáculo de muerte, el bandolero huyó presuroso a refugiarse en las montañas tratando de ponerse a salvo de la penetradora devastación; pero hasta allá –reducto de tierras infernales- llegó la ola trágica de la enfermedad, en busca de robustos organismos en qué poder anidar. El bandolero vio cómo caían las primeras víctimas de su gente, y bajó nuevamente a la llanura tratando de evitar el contagio; pero por el camino, fue regando la sangre, viendo a sus soldados caer bajo el golpe certero de la muerte. Poco a poco, sus hombres quedaron tirados en los caminos, abatidos por la fiebre que los tumbaba del caballo. Chávez García comprendió que iba a perder sus hombres inmediatamente; pero antes de que su tropa pereciera, quiso realizar la postrera hazaña de su vida: tomar el pueblo de Tacámbaro que tantas veces le había resistido con éxito. Exterminarlo definitivamente, sin dejar los cimientos en su lugar ni las cabezas en su tronco.
LA VERSION DE QUE INES CHAVEZ MURIO POR LA PANDEMIA. Cuando la noche cubrió los verdes cañaverales, permitiendo en su silencio que el murmullo de los arroyos dominara la obscuridad acampó en la hacienda de Chupio, donde se dispuso a dormir a pierna suelta para iniciar, apenas clareara el día sobre los picachos, el premeditado ataque sobre el pueblo inocente. Pero amaneció el día siguiente y, con inexplicable sorpresa de sus habitantes, Chávez García no atacó; los defensores creyeron, de pronto, que se trataba de una nueva estratagema del bandolero que, contra su habitual costumbre, retarda la cometida para provocar el desconcierto. Pero en realidad, la fiera había amanecido herida de muerte imposibilitado para saltar sobre la presa.
Esa noche, cuando se disponía a echarse sobre el duro suelo sintió un raro malestar, que esta vez era la fiebre, contagiosa y mortal, que esta vez no le permitiría volver a ponerse en pie. Sintiendo cómo la enfermedad le roía las entrañas. Apenas amaneció, montó sobre el caballo para emprender la doliente caminata; pero no pudo sostenerse sobre los estribos y, profundamente acongojado del mal, pidió a sus hombres que lo llevaran en camilla. Con rumbo desconocido, los vecinos de Tacámbaro vieron a los chavistas desfilar por la llanura, llevando al frente el cargamento del delirante enfermo. Como la bestia que al sentirse herida mortalmente corre a morir en su guarida, Chávez García buscó el refugio de la región de Puruándiro, para aliviarse en su tierra o reposar eternamente en los amables lugares que lo vieron nacer. Dejando numerosos muertos a sus espaldas, escuchando los lamentos de sus enfermos soldados, atravesó las sierras aguantando el frío; pasó cerca de Pátzcuaro y al llegar a Quiroga, la mitad de la tropa se apartó por distinto sendero, mientras él, con el resto, siguió de frente. A duras penas, con un escaso contingente de enfermos soldados, llegó a Purépero; calculó que la vida se le iba apagando poco a poco y que le faltaban fuerzas para seguir adelante, no obstante que el gobierno, aprovechando el momento, ya casi le pisaba los talones sin darle tiempo a recuperar energías.
Se formó serenamente la idea inequívoca de que, a pesar de los esfuerzos desesperados del Dr. José Ma. Barragán por salvarle la vida, el desenlace mortal era inevitable; trató de reanimarse y darse valor a sí mismo, pues era preciso morir valientemente para no desvirtuar, al final, la ejecutoria arriesgada de su vida. Se dispuso, como quien dice, a buen morir tomando, para después de muerto, las últimas precauciones.
Dicen que esa noche presintiendo la muerte, llamó a dos hombres de mayor confianza para pedirles, sin que se dieran cuenta los demás, que lo sacaran en su camilla; los transportaron, con las mulas cargadas de oro, a la falda del cerro. Cerca de un enorme peñasco les hizo que abrieran una fosa, donde quería que lo enterraran para vivir el intranquilo sueño de los injustos, prometiéndoles, en cambio, dejarles el tesoro. Confiadamente y conmovidos por aquel rasgo singular de su jefe, los hombres cumplieron la orden; pero cuando terminaron su tarea, los asesinó por la espalda en un sitio donde desconocido enterró el tesoro.
Nadie, desde entonces, ha podido dar con el lugar donde Chávez García escondió su dinero, a pesar de que muchos se han dedicado a buscarlo con insistencia; y la leyenda del famoso tesoro que acumuló el bandolero durante productivos y terroríficos años de andanza, todavía despierta en ciertos michoacanos sueños de grandeza y ambición
-Hasta aquí los acompaño, porque lo que es yo no amanezco; pero sigan adelante y no permitan que la gente se desanime; aunque yo muera, levanten el alto la bandera del villanismo. Para que el gobierno no profane mi cuerpo, entiérrenme en secreto. ¡Que Dios los acompañe y que se cumpla el destino…!
Abrió desmesuradamente los ojos y, antes de lanzar el último suspiro, arrojó una bocanada de sangre; después se quedó inmóvil, rígido en su rústico lecho, con la fiereza terrible de su vida impresa en el imponente semblante. Sus hombres lo dejaron en paz, reverentes ante su cadáver como si aún temieran a la fuerza de su arbitraria autoridad…
De acuerdo con sus deseos, lo enterraron esa noche en secreto en un cerro de Purépero, cercano a la hacienda de La Alberca, propiedad de los hermanos Melgoza, emparentados con el general michoacano Gildardo Magaña, colaborador de Zapata. Allí reposa indefinidamente el más audaz, valiente y sanguinario de los caudillos michoacanos que recuerda la historia contemporánea.
Texto, Salvador Pineda, apareció en “Previsión y Seguridad. Año 1945”, almanaque anual para el taller, el hogar y el campo mexicanos, Monterrey, México, 1945.
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