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Maravillas que encontramos en estos lares y que nos interpelan: El amor no une. El amor separa. Lo digo pensando en esas relaciones en que dos personas quieren dejar de verse y vuelven, una y otra vez; pareciera que el amor los une, pero también es cierto que vuelven y, después de un tiempo, se pelean y se separan de nuevo.
Como si lo que ocurriese es que más que estar enganchados con el otro, estuviesen atados a una idea del amor que hubo entre ellos, a veces un amor que se piensa demasiado puro o un amor que es necesario para que cada uno pueda amarse a sí mismo, para verse como amables; quizá por eso se trata de relaciones en las que lo principal no es el deseo, en las que lo que une no es el amor «con» el otro sino el amor «del» otro; siempre un cambio de preposición cambia el sujeto (hace tiempo lo digo): se ama el amor en el otro y nada más; nada del otro, entonces, como no sea su amor; pero así es que el amor separa del otro.
Un amor demasiado puro, en el que encontrarse más uno mismo que al otro; un amor sin dinamismo que es, entonces, un amor agónico. Porque para amar a alguien es preciso matar el amor que nos separa del otro. En estas relaciones que menciono más bien se prefiere matar al otro y resucitar(lo) cada tanto. Son los amores eternos, los del odio y la traición, los que -según Dante- merecen el infierno.» -de Luciano Lutereau-.
Daniela Pacilio.
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