Entrevistas y Colaboradores

El entierro de un Rey Purépecha y culto mortuorio

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El entierro de sus Reyes lo efectuaban con una gran condición ceremonial. El padre Torquemada refiere detalladamente: “Muerto el Rey el sucesor da aviso a los demás señores concurrentes al espectáculo, para que entrando levantasen las voces y llorasen a su Rey difunto y todos juntos le amortagasen con las propias ceremonias que usaba su profesión gentil. Lo primero que haría era lavar todo el cuerpo, y luego vestirle una camisa y después calzarle el catle, timbre heroico de su valor; poniéndole en sus tobillos unos cascabeles de oro y en las muñecas unas sartas o manillas turquescas. Ponían en la cabeza un trenzado de pluma con mucha argentería; joyas varias y apretadores de valor, y en la garganta, muy ricos collares y gargantillas; y en las orejas zarcillos y orejeras de oro. Atáñanle en los molleros dos brazaletes de oro, y en la boca un broche de esmeralda, la pendiente del labio inferior, que llamaba el tarasco tentetl, que significa piedra de la boca.”
Concluida la disposición de este adorno fantástico, estaba ya compuesta una cama de mantas de diversos colores sobre un tablado alto. Puesto el cuerpo sobre la cama o la tumba lo cubrían con una manta en que estaba pintado o retratado el cadáver con los mismos adornos. Entonces salían las mujeres y lloraban con muchos suspiros y amargos sentimientos. Hecho ya el túmulo, y puesto el cuerpo en andas, se empezaba a ejecutar la ley, de que muerto el rey, muriesen los que le habían de servir en el otro mundo, así hombres como mujeres, los cuales señalaba el que quedaba gobernando. Entre las mujeres se señalaban siete señoras para que cada una se ocupase en el oficio que le daban. La primera los bezotes que usaba el difunto rey los llevaba al cuello, los cuales eran de piedras muy preciosas y de infinito valor. Después de esto señalaban camarera o guarda joyas, servidora de copa y otra que diese agua de manos, una cocinera con criados.
De los varones señalaban de todos los oficios, ropero, peinador, el que le trenzaba el cabello y otros que le tejiesen las guirnaldas y otro que le llevase la silla, leñador, mosqueador y aventador, zapatero y otro que le llevase los olores, un remero y un barquero, barrendero y encalador, un portero para su real persona y otro para sus damas, un plumadero, un platero y oficial de arcos y flechas, dos o tres monteros o algunos de los médicos que le había errado la cura. Un decidor de cuentos para divertirle, porque no faltasen el en infierno oficio tan ocioso, un tabernero, y últimamente músicos.
Estos eran los que morían con él para servirle en el otro mundo, como sea se había de ver y tratar como por acá; sin otros muchos que pensando complacer al rey difunto para que le hiciese mercedes se ofrecían espontáneamente y de buena gana a la muerte, si bien no se les permitía que llegasen a tanta fineza que manifestaban, estorbándoles que se entregasen a la muerte y se los agradecía su buena voluntad…“Prevenida la pompa, y junto al acompañamiento, a media noche en punto, sacaban del palacio el cuerpo, y por delante todos los que habían de morir, con guirnaldas de flores en las cabezas y embarrados todos con una tinta amarilla que sacaban del sacatlatlale, en hileras componían una larga procesión delante de las andas del difunto”. El doble, en lugar de campanas, era teñido con unos huesos de caimanes en ciertas rodelas de tortugas. Iban las andas o ataúd en hombros de los señores principales que aparecían vestidos con las insignias con que habían servido al rey. En medio de muchas luces resonaban bocinas y caracoles, interpoladas estas voces con las canciones que en tono lúgubre se habían compuesto en alabanza del difunto.
Otros se ocupaban de barrer y limpiar las calles y caminos, hasta llegar a los patios del templo donde estaba preparada una gran pira de leña seca, y dando al contorno cuatro vueltas colocaban sobre el último tramo de la hoguera del difunto cuerpo con todo el aparato y atavío, y entonces renovaban sus cantos lúgubres los parientes; y pegando fuego a la leña que era muy seca, levantaba la llama con gran presteza, y en tanto que ardía la carne y huesos del desventurado rey, mataban con porras y macanas todos los criados que habían de servirle en la otra vida, embriagándolos primero para quitarles el temor, que es natural de morir.
Estos que perdían la vida ofreciéndose voluntariamente al sacrificio los enterraban detrás del templo con todos los adornos, joyas e instrumentos que llevaban, arrojándolos de tres en tres y de cuatro en cuatro en unas hoyas profundas para pasar de ellas al abismo. Duraba esta función desde la media noche hasta rayar el día sin cesar todos aquellos que habían acompañado al cuerpo de atizar el fuego para que se quemase presto. Reducido finalmente a cenizas al tiempo de salir el sol, juntaban los despojos de la muerte con las joyas ya derretidas y los piedras preciosas que había escapado del fuego con algunos huesos y de todo formaban un bulto adornado con las mismas galas y ceremonias del entierro, figurándole el rostro con una máscara, una rodela de oro en las espaldas, poniéndole al lado un arco y flechas, y hecha una sepultura de más de doce estados de proporción cuadrada, la adornaban con esteras y en medio una cama de madera en que le colocaba tomando el bulto o momia en sus brazos el sacerdote y que llevaba a sus dioses.
Este hecho se componía de rodelas de oro y otras muchas cosas de plata; poniendo asimismo muchas ollas y jarros con vino de maíz y diversas viandas. Dentro del sepulcro en una tinaja grande, metía aquel sacerdote el bulto y lo sentaba vuelto el rostro al oriente, y cubierta la tinaja se salía.
Echaban luego sobre esta tinaja y cama muchas mantas, y llenaban el hueco con petacas de caña llenas de plumajes y aderezos de aquellos con que solía bailar el rey y salir a fiestas, poniendo muchas otras cosas de gran valor y precio con que enriquecían el sepulcro.
Cubríanle después curiosamente con vigas y tablas barnizadas por encima, quedando como bóveda, a diferencia de las otras sepulturas que se rellenaban de tierra.
Conducido el entierro, todos los que habían tocado al Caltzontzin y a los demás cuerpos, se iban a bañar por preservarse de alguna enfermedad y luego volvían todos los señores y otra mucha gente que los acompañaba al patio del palacio real, y ahí sentados todos por su orden, en curiosos asientos les ministraban una espléndida y muy larga comida, ésta acabada daban a cada uno un poco de algodón con que se limpiase el rostro, y estábanse en aquel patio sentados tristes y las cabezas bajas con mucho silencio cinco días.

Ing. Raúl Ríos Romero (+), escritor y poeta uruapense.

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