Este cartel extraordinario de Gabriel Ramírez, fue el original de la excelsa película mexicana: «El Castillo de la Pureza».
Un día fue publicado en estas redes por el querido cineasta duranguense Juan Antonio de la Riva.
De inmediato asaltaron los recuerdos. Teniendo trece años, vine a la capirucha procedente de mi natal Torreón. Un tío, cinco años mayor que yo, me llevó a ver esta cinta. Fue en el hoy cerrado, «Cine Orfeón», de la calle Luis Moya.
Debo confesar que pedí a mi tío me llevara a verla porque la publicidad en el periódico era muy sugerente. Eran los días en que los instintos están abiertos a descubrir lo descubrible. Era un lobo aullante en noches de luna llena.
La película era todo, menos lo que esperaba. Aquella atmósfera inquietante me fue envolviendo. Vienen a mí los recuerdos de una familia encerrada en una vieja casona del centro de la Ciudad de México. Una iluminación mortecina. Una casa carcomida por el tiempo. Unas viejas escaleras. Un coche antiguo en el patio, lugar del incesto a la sexualidad reprimida y despertante de los hermanos. El aguacero constante, un tic-tac de sepulcro, la decadencia reflejada en la pantalla.
Tres hijos, dos adolescentes y una niña, una pareja de padres ya maduros.
A mi memoria vino la belleza adolescente de Diana Bracho, la plena y linda madurez de Rita Macedo, pintándose los labios de carmín y reflejada su imagen en un espejo. Veo el rencor, asustado y doliente en la mirada de Arturo Beristáin y escucho los aullidos de lobo de Claudio Brook, al salir dos de sus hijos a la calle, y entregar la basura al camión recolector. Han visto por primera vez la luz de la vida fuera de las cuatro paredes de un castillo en cárcel. Los golpes del padre enfurecido aún me asustan.
Un cartel de una película te puede traer muchos instantes que vuelven a vivir. Emociones. Al ver esa película nunca pregunté por el director. Cinco años después estudiando mi carrera de actor, supe que había sido el genial Arturo Ripstein el autor cinematográfico. A partir de ahí, este director se convirtió en una fuente a seguir. Una fascinación en anhelo: el día que pueda compartir con él un filme en su dirección.
Una cosa curiosa viví con relación al «Castillo de la Pureza». En el año de 1990 me tocó protagonizar una obra de teatro, «El Vuelo», de Antonio Trabulse, al lado de Don Claudio Brook. Al verlo en el primer ensayo, yo no lo conocía, me dije: «Ahí está Gabriel», era el nombre de su personaje en esa película que tanto me sobresaltó.
Creo que más por lo hecho por Claudio Brook y sus grandes personajes con Luis Buñuel: «Simón del Desierto», «El Ángel Exterminador» y «La Vía Lactea», yo siempre lo vi como «Gabriel», el señor loco que encerraba a su familia para protegerlos del mal del ser humano. Aquellas sensaciones estaban presentes al tratar al buen Don Claudio Brook.
Así es la vida, uno puede ir buscando algo y aparece una cosa muy distinta. En este caso el umbral primero de mi amor por el buen cine mexicano.
Siempre que paso por la calle de Luis Moya, en el centro de la Ciudad de México, volteo a ver el hoy cerrado por los tiempos «Cine Orfeón», ahí donde un día vi ese «Castillo de la Pureza». Esa película que aún inquieta mis sentidos, esa cinematografía setentera mexicana que es fundamental en mi camino.
Texto, Raúl Adalid Sainz, en algún lugar de México Tenochtitlan.
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