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De cuando la Tzaráracua era la belleza natural más elogiada del edén michoacano

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Otro de los sitios de mayor interés turístico y orgullo de los uruapenses, es sin duda la Tzaráracua (en lengua purépecha: cedazo), la cual es una cascada que ha sido elogiada desde hace varios siglos, tal como lo asientan las memorias de cronistas, historiadores y escritores, incluso poetas que han dedicado gran parte de su pluma a este hermoso lugar.
En su libro «Por los Campos de México», el padre jesuita guatemalteco Rafael Landivar (1789-1897), hace una hermosa descripción de la Tzaráracua:
«La amena Uruapan está cuajada de limpios manantiales».
«El río que ellos forman la circunda al derredor, deslizándose sobre el duro mármol de caprichosas penas».
«A la falda de un monte, cercano a la ciudad, rompe el agua con ímpetu violento las vírgenes entrañas de la tierra, y en más de nueve bocas, aparece el sonoro líquido, saltando con estruendo y llenando de espuma el misterioso cauce».
«El undoso río va regando las fértiles riberas, y llena de murmureos la umbría bóveda que le forma los árboles».
«Sale a campo abierto, acelera su paso por glebas y peñascales y se precipita en hondo abismo…»
«Más antes, detiene sus aguas en oscuro remanso cubierto de vegetación lujuriosa, mansión poblada de melodiosas aves».
«Jamás detiene el río su constante entrada en aquel vaso: las aguas se hinchan, luchan entre sí y salpican de rocío los verdes matorrales».
«Y ansiosas de salir de su clausura, porque el cauce es estrecho, buscan las hendeduras de las rocas y los mil intersticios que en ellas hay ocultos, y por allí traspasan silenciosas como por una criba para arrojarse al aire, en tanto que el chorro principal desciende como una columna de plata fundida, envuelta en nubes de vapor».
«Allí y los mil hilos finísimos se desprenden con fuerza de las rocas, como si fuesen saetas disparadas de tirantes cuerdas».
«Aquel sublime espectáculo muestra el poder divino».
«Las aguas, al caer forman un lago, cuya superficie turban infinitas ondas y escapa al fin sus aguas heladas el cristalino río para recrear los campos de esmeraldas y la grey mugidora que pasta en las riberas».
Más tarde, a mediados del siglo XIX, en sus memorias escritas a raíz de sus viajes al interior del país, la marquesa Madame Calderón de la Barca, bajo el título de «La Vida en México», así se expresa de Uruapan y sus bellezas, en su estancia en el mes diciembre de 1842:
«Después de haber bajado hasta el pie de la encinosa montaña, llegamos a un gran espacio cerrado por altaneras rocas, prodigiosos baluartes naturales, y pasamos a través de una gran caverna, de la que sale el río tronando e hirviendo para echarse en el valle y para formar la gran cascada de la Tzaráracua, que en la lengua tarasca significa cedazo. El viaje es de lo más fatigoso, pero vale la pena venir desde México para ver algo tan salvajemente majestuoso. Las cataratas de 50 a 60 pies de altura y de grueso volumen.
Las rocas están cubiertas con árboles y con flores. Así como con chorritos de agua que brotan de cada grieta. Una linda flor, que parece de conchitas blancas y color de rosa, brota entre las piedras cerca del agua; entre estos bosques hay culebras de cascabel, y, de cuando en cuando, se han visto jabalíes salvajes…Nos sentamos junto a las cataratas durante largo espacio, sin cansarnos de mirar aquellas aguas que hervían, burbujeaban y espumaban, y que, por último, rodaban con velocidad de la misma corriente plácida, que entre las riberas corre tan gentilmente cuando no encuentra obstáculo, y luego mirábamos los hilitos plateados de agua y cómo formaban cascaditas entre las rocas; por último, nos vimos precisados a regresar trabajosamente, ascendiendo la resbalosa montaña».
Asimismo, otro personaje que le dedicó un hermoso poema a la Tzaráracua fue el bardo Ramón Valle (?-1901). Su texto aparece en el Album de Uruapan, obra antológica atribuida a Eduardo Ruiz:
«La Tzaráracua se arroja a una altura de cuarenta metros sobre un lago siempre agitado. Las aguas caen, la espuma rueda, el rocío se levanta y va a mojar los árboles y las peñas y los lejanos musgos. El hermoso Cupatitzio, río de cristal, juntando sus aguas con dos poderosos confluentes (El Santa Bárbara y el Río de los Conejos) corre rápido en plátanos y árboles de fuego entre zirandas de obscura copa y matizados cafetales. Sus linfas dejan transparentar el fondo y sus olas parecen que van jugando unas con otras y con el césped de las orillas».
«Pero repentinamente el piso le falta y el río, sorprendido se arroja sin violencia, para caer entre nubes transparentes de rocío y nubes blancas de espuma. Pero lo que a esta cascada da una forma especial y única en todo el universo, es que en su imponente caída, va acompañada de uno y otro lado, de multitud de hilos de agua cristalina.
De ambos lados, a ciertas distancias y por la húmeda roca interrumpida y en una no corta extensión, aquellos mil y mil chorros, ya gruesos como el tronco de una encina, ya delgados como las guías de las hiedras, se arrojan a la par, formando por bellos arcos cristalinos. Parece un rey, que en todo su esplendor, marcha rodeado de sus guerreros».
«El grandioso espectáculo sorprende, y si el sol hiere a aquel pabellón de perlas, sobre él se destaca luminoso el arcoíris, como una diadema con que adornan las ondinas a la cascada».
El destacado geógrafo, padre del paisajismo mexicano, Manuel Rivera Cambas (1810-1912) en su popular libro «México Pintoresco, Artístico y Monumental», cita a la Tzaráracua como una «magnífica cascada en que se presenta constantemente el arcoíris por la continua descomposición de la luz solar en millones de gotas cristalinas».
A propósito, el cronista, historiador y liberal parachense, Lic. Eduardo Ruiz expresa de la Tzaráracua:
«Desde una altura de sesenta metros, se despeña el caudaloso Cupatitzio engrosado por las aguas de varios ríos tributarios.
Aquel recinto es sombrío; encinas seculares, cuyas frondas están cubiertas de patzuen, enhiestos pinos de eterno follaje verde, zirandas corpulentas, enlazando sus ramas con las flexibles de otros árboles, forman una bóveda de verdura, a través de la cual logra el sol introducir sus ardientes rayos tropicales, para iluminar sus pétalos de mil variadas orquídeas, de las begonias sonrosadas o de color de sangre, de mimosas espléndidas, de elegantes tulíperos, de hojosas azaleas y de tímidas y pudibundas sensitivas.
Pájaros de pintados colores atraviesan incansables por las lianas, que como mallas, cubren los troncos de los árboles, y sin cesar se oyen, en medio del rumor de la cascada, el chillido de los loros, el ronco grito de la chachalaca, los picotazos de pito real y del carpintero y las dulces modulaciones del mirlo o del jilguero.
El inmenso anfiteatro está impregnado de finísimo vapor, que se levanta al choque de las aguas, y a través de ese gas transparente, salpicado de arcoíris, se ve la catarata y se contemplan los delgados hilos de blanca argentería, que se filtran desde lo alto hasta las bases de las rocas.
El pequeño lago que se ensancha al pie de la cascada está hirviente, espumoso, y en continua lucha con sus olas turbulentas.
Es la Tzaráracua, el estruendo de sus aguas es severo, imponente, majestuoso, como la voz de Dios en medio del diluvio».
Ya en el siglo XX, el periodista Vicente Vega en su artículo publicado en la revista metropolitana «Actualidades», el 6 de octubre de 1935, recordaba su viaje a Uruapan y en especial a la Tzaráracua:
«enorme caída de agua que se precipita cayendo hasta el fondo de un barranco; a medida que nos acercamos nos sentimos más pequeños, nos inquietamos, la observamos en silencio como si le tuviésemos respeto, como si temiésemos se diera cuenta de nuestra presencia. Después de observarla largo tiempo, cuando ya nos hemos acostumbrado a ella, se nos antoja que ese nítido caudal, es un enorme velo nupcial que envuelve un delicado e intocable cuerpo de doncella, dulcemente reclinada en su lecho de verdura, quizá esperando algo que nunca llegará. Se perfilan las curvas con tal naturalidad, delicadeza y encanto que ni el pintor más espiritual hubiese sido capaz de bosquejarlas, la ilustración podrá afirmar mis observaciones personales.
Ya en la ribera, se percibe un aroma delicado, fresco, de juventud; nos sentimos tan cerca de ella, que quisiéramos levantar ese velo, pero no nos atrevemos a tocarlo con nuestras manos sucias del polvo del camino, nos parece como si mancillásemos su pureza, y preferimos guardar la ilusión del todo lo intocable. Por fin abandonamos el lugar por un senderillo discreto cubierto por la enramada, y ya en el borde donde nos espera el automóvil sólo percibimos el lejano concierto que la naturaleza entona y que a nosotros para llevarnos completa la ilusión se nos antoja una marcha nupcial que nunca terminará.
¡Qué desagradable impresión sentimos en el camino al volver a la realidad! El automóvil va por veredas hechas por las ruedas; en tantos años no se ha podido construir un buen camino. Preguntamos al conductor del vehículo cual es la causa y sus francos labios de campesino, esbozan una sonrisa y escéptico contesta con su sencillez de niño: ¡Pos antes diga, ya no nos cobran por pasar!
Así vamos penosamente rodando por espacio de media hora hasta que al fin avistamos Uruapan. Sus calles largas y angostas con sus casas llenas de flores a los lados del camino, sus cercas de piedra acomodada en seco con la tierra en los bordes y en ella innumerables plantas que borran la impresión anterior».
Además, en el artículo titulado «Uruapan, la verde», incluido en su libro «Semáforo, luces de aquí y de allá», editorial Botas-México, 1938, Roberto Núñez y Domínguez se refiere al modo de llegar a la cascada de la Tzaráracua:
“Uruapan la Verde, nos gusta a nosotros llamarla. Porque, en verdad todo su paisaje es una Sinfonía en Verde Mayor. Aprisionaba la población por el cíngulo esmeraldino de sus huertas, el color de la esperanza lo inunda todo con sus optimistas pinceladas. Y de esa preponderancia de lo verdoso es su panorama, les viene tal vez el carácter alegre y jovial a sus moradores. De todos los lugares michoacanos, acaso sea Uruapan el que cuenta con un espíritu más pleno de euforia, con una vibración más clara para rimar con la belleza del paisaje…La imprescindible excursión a la tan famosa Tzaráracua. Rueda el auto por entre el pánico prodigio de las campiñas, atravesando pueblecillos que están pidiendo el pincel de nuestros artistas. En media hora se llega al sitio donde está la enorme cañada, en cuyo abismal fondo prende su cortinaje de cristal la estupenda cascada. Y comienza el descenso a pie, para admirar de cerca aquella maravilla de la Naturaleza, sin dejar de escuchar el grito ensordecido del agua que se despeña entre el tupido resguardo del bosque.
Por fin, tras peligroso bajar, nos sorprende de pronto como una tímida neblina entre las frondas: es el vapor que, como un velo nupcial, envuelve la cascada y que nos acaricia el rostro sudoroso por la caminata, como una blanca mano femenina. Ya estamos ante el maravilloso espectáculo: la Tzaráracua entera es una fiesta de colores. El sol como un hábil taumaturgo, enciende fantásticos arcoíris en todos los rincones a donde dirigimos la mirada. Se desfleca el torrente en innúmeros veneros, que al chocar contra las piedras conciertan una extraña y grandiosa sinfonía. Y sin acertar a proferir vanas palabras, permanecemos estáticos, como si ante los ojos nos diera su embeleso el más bello caleidoscopio».
Por su parte, una pieza dedicada a la Tzaráracua, del notable maestro José Corona Núñez, la encontramos en la revista «Mensaje», órgano de la sección XVIII del SNTE, Morelia, 1965, aquí la “Meditación a la Tzaráracua”, del profesor nicolaita:
«Sangre impetuosa, sangre blanca que corre en las venas que alimentan la tierra michoacana.
Caudalosos ríos que con su red de plata sujetan el turgente cuerpo esmeralda de la fértil tierra. Sangre impetuosa que por donde quiera que cruce va dejando arrullos de hojas y trinos de aves. ¡Cuántos os ama el viajero ávido de contemplar la ardiente savia que es milagrería de pinos en el bosque, y la llanura, mágico tapiz que traslada a regiones de ensueño jamás imaginables!
¡Cuánto os amo yo, que al contemplaros he sentido la savia de mis venas bullir tremenda al compás de vuestro palpitar.
Bajo el sol de oro, eres serpiente de fuego que se arrastra con cascabelear de besos y rumor de risas y chasquidos de cuerpos albos de sirenas que juegan, en el caudaloso y sonoro río.
¿De dónde vienes, río, que tu charla se asemeja a la de las damas que salieran del teatro comentando una comedia después que la sala llenara con su risa de cristal?
¿Qué viste en la sierra que de ella bajas presuroso y en cada cascada lanzas la carcajada de nervioso terror?
Así corre el río. A veces inquieto y afanoso. A veces tranquilo y sonriente. Junto a las rocas, imagen del poderoso, ruge altivo. Junto a los juncos, imagen del débil, tiene arrullos y halagos, platica cuentos a las aves y a las flores y se vuelve manso y acaricia nidos.
Así como el río es la sangre que fortifica a la raza del invencible purhépecha. Sangre ardiente, plena de odios y rencores, pero que pronto se transforma en fuerza creadora que es fruto de redención.
Así discurre el río, más de pronto se confabulan la roca y la fronda y traidoras quieren su paso impedir. Le forman barrera, le cercan de frente y de los lados con salvaje opresión. El río entonces calma sus halagos, crispa sus olas cual amenazantes puños, se hincha todo y con una chispa de rayo en cada onda salva obstáculos y se arroja al abismo entre el fragor de roncas voces; salmo entonado en el canto llano del supremo rencor que se escapa de gigante arpa de cuerdas de cristal.
Y ese salmo suena majestuoso, como las fuertes notas que el gran Beethoven imprimiera a un piano descomunal, queriendo en vano escuchar el acorde sollozante de su marcha funeral!
¡Oh! Tzaráracua magnífica cascada que el Cupatitzio engendró, tu nombre es onomatopeya de tu caer y caer y su significado es todo un símbolo, porque al atravesar el enorme cedazo el río se purifica, con el hombre que al vencer los obstáculos sale vencedor del Mal. Por eso el viajero te contempla y medita. Te ve y siente inquietud en su interior.
¡Oh arpa gigante de cuerdas de cristal! ¡Oh lluvia de ríos, soberbia fecundación que se opera en la fronda, como si dentro de ella tuviera el río muchos nidos! ¡Oh, caer de espaldas, de rayos y de ruidos, cuán profundamente hieres la tierra a tus pies, se debate con rugidos de dolor!
Ahí, en la Tzaráracua, en una roca, el Barón Humboldt grabó su nombre y después de dejar a tus plantas esa tarjeta de visita, siguió su camino con el impulso que tú le diste y a su Patria llegó refiriendo cómo corre la sangre plateada y roja en las venas que fertilizan la floresta, y en las venas del purhépecha, cultivador de almas y de tierras».

Texto: Sergio Ramos Chávez, Cronista de la Ciudad de Uruapan.

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