Gertrudis Bocanegra fue hija de un rico español, avecindado en Pátzcuaro. Hallándose ya en la pubertad, fue solicitada en matrimonio por un joven de apellido Vega, que era alférez en los ejércitos del rey. Para corresponderle, le exigió que abandonara todo servicio del Gobierno Virreinal, pues ya desde entonces germinaban en su corazón los sentimientos patrios, que habían de conducirla más tarde al sacrificio. Vega convino en ello, y se dirigió al padre de la joven, a fin de que diera su consentimiento para el enlace.
Le costó trabajo, pues debido a las ideas reinantes y a que el pretendiente era de color moreno, le creía de casta inferior a la suya y a la de su hija. Fue preciso que éste empleara algunas influencias no sólo de otros españoles, sino del mismo obispo de Michoacán y aún del arzobispo de México.
Vencida al fin la resistencia del padre de Gertrudis, efectuóse el matrimonio, después de renunciar Vega a su puesto de alférez real, en cumplimiento de la palabra que había dado a su prometida.
Como regalo de boda, la hermosa Gertrudis recibió del autor de sus días una casa para habitación, y en ella se estableció con su marido. Gozó de completa dicha en su hogar; tuvo tres hijas y un hijo, y merced del trabajo del esposo y a las economías, orden y buen gobierno doméstico de la esposa, aquel feliz matrimonio pudo reunir un regular capital, que le conquistó magnífica posición en el hogar.
En 1810, había estallado la guerra de insurrección proclamada por Hidalgo en Dolores. De un extremo a otro de la antigua Nueva España, se trabajaba por el triunfo de los patriotas. El anhelo de la independencia era general y palpitaba en el corazón de los campesinos, que en el de los ricos, en el de las damas que en el de los niños. ¡Todos querían que México fuera libre!
En el seno de la familia de Gertrudis Bocanegra, aquel sentimiento había llegado a un grado increíble, pues la animosa matrona llena de entusiasmo, había comprometido a su esposo y a su hijo, que a la sazón contaba con tan sólo diez años, a que abrazaran la causa de la independencia, tomando las armas y marchando a pelear a las órdenes de algún caudillo insurgente.
En su casa solían reunirse por las noches varias personas de las que simpatizaban con la idea de la emancipación, a favor de la insurgencia, ya para comentar las noticias que se recibían, ya para idear la manera de mandar algunos recursos de gentes, dinero y víveres a los jefes que combatían en los campos de batalla. Y a fin de que no se diera a aquellas reuniones, en caso de una sorpresa, el carácter de junta política, se fungía que su objeto no era otro que jugar al tresillo.
Sentábanse todos alrededor de una mesa; pero la señora de la casa tomaba asiento en un canapé de los que entonces se usaban, y desde allí estaba pendiente de lo que pudiera suceder.
Así se fraguaban combinaciones, se tomaban acuerdos y se resolvía lo que debería hacerse para ayudar a la revolución. Por medio de unos cigarrillos especiales que se torcían por la propia Gertrudis en aquellas fingidas tertulias se comunicaba lo que allí se acordaba a los que en lugares próximos o lejanos luchaban por la patria.
Cierta ocasión, un criado de la señora Bocanegra, que servía de mensajero para llevar a su destino aquello cigarrillos, fue aprehendido por sospechoso; y aunque nada se le pudo probar, y se mantuvo en una negativa absoluta, fue fusilado, sólo por sospecha. Esto contristó profundamente a la citada dama y sus compañeros; pero no por eso desistieron de sus trabajos, sino que lo prosiguieron con el empeño y diligencia acostumbrados.
Sucedió también por aquellos días que un coronel Gaona, que militaba en las filas insurgentes se enamoró de la hija mayor de la señora Bocanegra. Disculpado, es decir, que ésta, llena de entusiasmo, consintió gustosa a aquellas relaciones, pues así contaba con un hijo más en el ejército acaudillado por Hidalgo.
Gaona se distinguió de tal manera en la guerra, y fuero tantos los encuentros que hemos leído en alguna parte, pues llegó al grado de General.
Entre tanto, la revolución insurgente había tomado extraordinarias creces. Por todas partes se levantaban guerrillas; en donde quiera se libraban combates.
El hijo de la señora Bocanegra había muerto en uno de ellos, y su esposo, gravemente herido, había sido llevado a Morelia, en donde estaba, para su seguridad, la hija casada con Gaona. Allí murió Vega a consecuencia de su herida.
El fin de aquellas dos vidas, que le eran tan caras, lejos de abatir a la señora Bocanegra, la llevó a tomar una resolución inaudita, sobre todo, tratándose de una dama acostumbrada a las mayores comodidades. Lanzóse a los campos donde peleaban lo independientes, no sólo para compartir con ellos sus trabajos, sino principalmente para exhortarlos a que no desmayaran, así como también a buscarles recursos y elementos, yendo a los pueblos, haciendas y ranchos en busca de gentes que se agregaran a las filas y tomaran parte activa en los combates.
La ardorosa amazona prestaba así su valioso contingente a la insurrección; pero en cambio, había veces en que su presencia en el campamento era embarazosa, especialmente para su hijo político Gaona y sus compañeros, quienes forzosamente tenían que estar pendientes de ellas para cuidarla, evitarle molestias y peligros, y ponerla a cubierto de las emboscadas y asechanzas del enemigo. Algunas veces, teniendo que avanzar o retroceder, según los movimientos de los realistas, no podían hacerlo, sino con grandes dificultades, pues la señora se empeñaba en afrontar las más tremendas situaciones. En vano se le suplicaba que se retirara a su casa de Pátzcuaro, para apartarla de los azares de la guerra, ella se negaba a todo y decía que quería morir al lado de los que defendían a la patria.
Por fin, fue necesario inventar un gran plan para obligarla a regresar a la ciudad, donde tenía a su familia. Dijéronle que convenía a los intereses de la revolución que fuera ella en persona a preparar un movimiento que debería estallar en Pátzcuaro y el cual consistía en que, al acercarse las partidas insurgentes a que pertenecía Gaona, se lanzara un nuevo grito de independencia por la guarnición de la plaza, que al efecto sería sobornada. Ese grito habría de ser secundado por aquellas partidas y así quedaría la ciudad toda a favor y en poder de los insurgentes.
Partió la señora Bocanegra para Pátzcuaro siendo recibida por sus hijas con extraordinaria alegría. Apenas pasados los primeros momentos de expansión, se dedicó a cumplir con el encargo que había recibido. Todo lo preparó con el debido sigilo, prudencia y sagacidad, más cuando ya creía próximo a lograrse su intento, una delación infame desbarató su obra y causó su desgracia.
Cuando aún residía en Pátzcuaro, años o meses atrás, había salvado del patíbulo a fuerza de dinero, a un sargento de las tropas insurgentes, el cual, fingiendo un profundo agradecimiento, pidió a la señora Bocanegra que lo recibiera en su casa en clase de criado, pues deseaba servirle hasta la muerte para pagarle su acción noble y generosa. Consintió la señora, y el criado permaneció a su lado durante algún tiempo, encontrándose todavía en la casa cuando aquella regresó del campo insurgente.
Juzgólo ella digno de toda su confianza y desde luego comenzó a utilizarlo en el desarrollo del plan que se proponía realizar; pero sucedió por aquellos días se perdieron unos cubiertos de plata, y recayendo sospechas en ex sargento, la señora Bocanegra le hizo una reconvención en tono muy suave y benévolo; sin embargo, le irritó, siendo ésta la causa de que por despecho y con el deseo de vengarse, denunciara a su ama como conspiradora, ante el comandante de las fuerzas de Pátzcuaro.
Esta infame acción dio el resultado que se proponía el ingrato y malvado delator. Aquél jefe mostró su cólera y lleno de temor de que la conspiración se realizara, inmediatamente se dirigió a la casa de la señora Bocanegra para aprehenderla. Esta se hallaba sentada a la mesa comiendo tranquilamente con sus hijas y al ser intimada para que diera presa, contestó con toda calma que estaba a disposición de la autoridad.
Conducida a la cárcel, fue interrogada sobre la conspiración que se le atribuía, excitándola además a que dijera los nombres de sus cómplices. Ella, contestó con toda entereza que no los retenía, pero que, aunque los tuviera, jamás lo denunciaría.
El comandante le instó repetidas veces, y por varios días para que contestara, prometiéndole que se interesaría con el virrey para que la perdonara y devolviera la libertad a ella y a sus hijas, pues éstas también habían sido detenidas. Ofrecióle además, la devolución del dinero y alhajas que sus tropas realistas habían despojado a su familia en una de sus haciendas, estando ella ausente. Todo inútil. La señora Bocanegra, con gran energía, siguió sosteniendo que no era cómplice, y agregó que si era culpable, se le castigara con la pena que quisiera, cuando fuera la de muerte.
Despechado el comandante, apeló a las amenazas y al terror para vencer la firme resistencia.
Leyó a la prisionera el bando del virrey, en virtud de la cual deberían ser fusilados y colgados los que tomaran parte en la insurrección, o de cualquier manera le ayudaran o favorecieran, o bien conspiraran para procurar su triunfo, advirtiéndole que esa pena se le aplicaría a ella, si continuaba negando los hechos que se le imputaban.
Doña Gertrudis contestó con valentía y entereza: “Que estaba dispuesta a todo, aun a sufrir la pena de que hablaba el bando realista y que podía disponerse de su persona, como se juzgara conveniente, siempre que se le probara aquello de que se le acusaba”.
No se dio por vencido el jefe realista ante una respuesta tan terminante, pues él quería a todo trance averiguar quiénes eran los comprometidos con aquella heroica mujer, para sublevar las tropas a su mando. Más la señora Bocanegra, firme como el primer momento, volvió a repetir que no tenía cómplices y que aunque los tuviera jamás diría sus nombres.
Ya con esta última contestación, el comandante no tuvo otra salida que condenar a muerte a la heroína, para ser fusilada al día siguiente.
Nombróse para que auxiliase en sus últimos momentos a la señora Bocanegra, a un sacerdote franciscano, el cual, lo mismo que toda la comunidad le tenía gran afecto, por haber recibido de ella incontables beneficios.
La heroína resistió las instancias que le hicieron el ministro de Dios y aún sus hijas, para poner de su parte lo que fuese necesario, a fin de salvar su vida; y resuelta a morir, antes que otros sufrieran por su causa, recibió todos los auxilios de la religión con ánimo entero y abnegación sublime.
Así marchó al cadalso. Con toda la energía de gran carácter arrancóse la venda que cubría sus ojos, y arengó al pueblo para que no desmayara en la lucha y siguiera trabajando para conseguir su independencia.
Al pasar frente a la puerta del hospital fundado por su padre, el sacerdote que la acompañaba le preguntó:
-¿Sabe usted a dónde vamos?
-¿Cómo he de saberlo? -contestó ella- si han vuelto a ponerme la venda, y no veo por donde voy.
-Pues estamos frente al señor de los Bocanegra que están en la puerta del hospital.
-¿Y podré orar ante él por última vez?
-Voy a preguntarlo, -le contestó el sacerdote.
Fue, en efecto, a solicitar la licencia necesaria del jefe de la escolta, y concedida que le fue, la señora se arrodilló ante el crucifijo, orando por breves momentos con gran fervor.
-Ahora sí, vamos a mi destino, a juntarme con Dios.
La señora Bocanegra siguió con paso firme por su triste y doloroso camino. De trecho en trecho deteniase para exhortar a la multitud a que no se desanimara y a que trabajara por su independencia, anunciándole que Dios lo premiaría, concediéndole su libertad.
Llegó por fin al lugar del suplicio. Allí la señora se quitó una peineta de oro que sujetaban sus cabellos y la entregó al sacerdote, suplicando la llevase a su hija mayor como recuerdo maternal. Su reloj lo destinó a otra de sus hijas, y por último, recomendó al sacerdote que el chal de seda que la cubría, le fuese entregado a su hija menor.
-Padre, dígales a usted y a todas ellas, que su madre, desde el cadalso, y ya próxima a expirar, les envía como un recuerdo estas pobres prendas; que les encarga que jamás se aparten del camino de la virtud y que yo, desde el cielo, velaré por ellas.
El sacerdote, y los que pudieron oír las anteriores palabras, lloraban conmovidos.
Pocos momentos antes de la descarga que había de acabar con aquella preciosa existencia, la señora Bocanegra volvió a arengar al pueblo tratando de quitarse la venda por última vez.
No pudo conseguirlo a causa de tenerla atada con mucha fuerza, y resignada al fin, preparóse a recibir las balas que habían de taladrar su cuerpo.
Estas no tardaron en ser disparadas por los fusiles de los soldados realistas, cortando en un instante la vida de aquella admirable mujer, que supo sacrificarse por la patria.
¡Así terminó -el 11 de octubre de 1817- su existencia doña Gertrudis Bocanegra de Vega, la ilustre heroína de Pátzcuaro!
Por Victoriano Agüeros. (De: “Leyendas y Costumbres de México”, Editorial del Valle de México, S.A. de C.V., 1990).
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