Asqueado y dolido, así me siento por el lamentable suicidio de Armando Vega-gil. Muchos dicen que fue por problemas de salud mental que quizás arrastraba. Pero no es momento para hablar de sanidad mental, aunque sin duda eso incidió. Eso es un disparate. Este lamentable suceso es consecuencia del inclemente, irresponsable, taimado y cizañoso golpeteo de las redes sociales.
En nuestra sociedad, y desde los orígenes del judeocristianismo, nos manejamos bajo el mandamiento: «No levantarás falso testimonio». Y la única forma de que eso surta efecto es la publicidad de la acusación, el saber quién la hace. ¿Quién nos dice que el cobarde tweet que motivó esta tragedia no fue escrito por un cuarentón envidioso? Cualquiera puede inventar una cuenta y poner una de las miles de fotos que hay en la red. De hecho, es tan veleidosa la permanencia de estas acusaciones, que el twitter donde se hizo la negada denuncia fue cerrado. ¡Cobardes!
Fukuyama afirma que el gran salto de la civilización occidental se basa en la confianza. Confianza en el sistema legal, los medios de comunicación, el sistema financiero y nuestros vecinos. El vil anonimato de las redes sociales alienta a los dragones de la calumnia y roe inclemente la confianza que habíamos construido en la segunda mitad del siglo 20.
«Nosotras sí sabemos quién es la denunciante, y sabemos que es verdad. Es todo lo que diré», me escribe una defensora a ultranza del grupo donde se publicó la seria denuncia. Pues en vista de la tragedia que acaba de provocar, creo que lo ético y legal sería que la sacaran del anonimato y le hicieran declarar lo sucedido, en el entendido que ha causado algo irremediable pero que necesita dilucidarse. ¿No creen?
Salvador Quiauhtlazollin, Televisa Radio.
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