Benito Juárez nació en San Pablo Guelatao, Oaxaca, en 1806. A los tres años de edad quedó huérfano. En unión de sus hermanos pasó al cuidado de sus abuelos, muertos unos años después, Juárez buscó entonces refugio al lado de un tío suyo, quien lo dedicó a labores agrícolas, y al pastoreo de un rebaño de ovejas cuando tuvo la edad suficiente.
En las pausas que dejaba el trabajo, le enseñaba a leer, a escribir; ponderando de paso lo útil y conveniente que era hablar el idioma español. Pero el cuidado de la milpa y el rebaño no le dejaban tiempo para progresar en el primario aprendizaje. Llegó así, a los doce años sin casi saber leer, ni escribir, ni hablar la lengua española. Pro como el deseo de saber y de ilustrarse es innato en el corazón del hombre, Juárez nunca abandonó la esperanza de ilustrarse, de repetir el camino de algunos indios que su tío le nombraba. Alerta, vivía en acecho de la ocasión que le permitiera trasladarse a la ciudad de Oaxaca, donde había escuelas estaba el Seminario.
A veces, iluminado por estos sueños, pedía a su tío que lo llevara a la capital. El viaje se aplazó siempre. Por otra parte –confiesa Juárez-, “yo también sentía separarme de su lado, alejarme de los compañeros de infancia, con quienes se contraen simpatías profundas, que la ausencia lastima, marchitando el corazón”. Pero en aquella lucha pudo más su deseo de mejorar de suerte. AL fin, en 1818, se fugó de su pueblo. A pie, rumbo a Oaxaca, llegó por la noche, alojándose en casa del patrón de una hermana suya. Mientras encuentra como vivir, trabaja en la industria de la grana, ganando dos reales al día, sólo suficientes para el sustento diario.
Tocando puertas, dio con uno de esos hombres que suelen prosperar en la provincia, don Antonio Salanueva, que ejercía distintos menesteres; rezar, encuadernar libros, enseñar a la juventud. Aquí, al lado de este hombre extraño, quedó instalado Juárez.
Salanueva, convertido en su padrino y en su guía, lo inscribió en la Escuela Real. El escolar prospera poco. Hay en esa escuela algo que lleva a los profesores a establecer diferencias entre sus alumnos: de un lado, a los pudientes, a quienes se da preferencia en la enseñanza; de otro, los pobres, los indios, a quienes se deja al cuidado de un ayudante.
Viendo que adelanta poco, Juárez abandona la escuela, dispuesto a estudiar por su parte, valiéndose de los rudimentos que ya tiene adquiridos. En 1821 entra al Seminario, a estudiar gramática latina, en calidad de cápense. Dos años después concluye estos estudios. Su padrino se empeña en que estudie teología y moral, a fin de recibir al año siguiente las órdenes sagradas. Como puede, venciendo las timideces propias de su origen, manifiesta su deseo de seguir el curso de artes y se inscribe en el instituto. En 1827 concluye el curso, y el 1831, la carrera de abogado, Juárez tiene veinticinco años.
Electo regidor del ayuntamiento de Oaxaca, inició una carrera política que lo llevó hasta la presidencia de la República.
Juárez, es ante todo, un hombre de acción y de pensamiento. En sus manos, la pluma es un instrumento de creación, no de recreo; un instrumento civilizador exclusivamente, con la misma eficacia de un machete, bueno para podar las ramas estorbosas, la intrincada y abrupta maraña de prejuicios seculares, que impedían la marcha progresiva de México. La sencillez de su estilo, su sobriedad, eran resultantes de su mente, naturalmente frugal. Pocas sus palabras, reducido su léxico, pero esas palabras eran las esenciales: libertad, justicia, independencia, patria, deber.
En cambio, tenía el ideario político cien veces meditado. Una verdad, un ideal, una fe, una decisión de lucha, un amor de escribir, a una suerte de transfiguración. Entonces su lenguaje daba de sí para resumir en unas cuantas palabras una verdad, un aforismo, que es la verdad en números redondos. Adquiriría una elocuencia primordial. Porque todo el que dice la verdad es elocuente.
Benito Juárez provenía de esa porción del pueblo mexicano en que son más descarnadas, más inicuas las desigualdades sociales que dan origen a la miseria, al abandono y a la ignorancia. Luchar contra eso fue una decisión que se impuso, apenas escolar, en el instituto de Oaxaca.
Así es el Juárez que México debe conocer, para que lo aplauda y lo siga. Porque de él puede decirse lo que de Hidalgo y de Morelos: “que aún tienen puestas las botas de montar”. Benito Juárez trabaja todavía.
De: Fastos Americanos. Andrés Henestrosa. Edit. Kapelusz y Cía. Buenos Aires, 1948.
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