Siempre que se mencionaba el nombre de José Emilio Pacheco yo me remitía a una noche de juerga en que un amigo y yo nos pusimos a debatir acerca de un poema de José Emilio. Ya era muy noche y traíamos una botella de ron. Ese corrientísimo que era muy barato. Era el indicado para cuando los bolsillos ya habían dado de si, el célebre «Richardson». Nos fuimos a su viejo Volkswagen y sacó un libro del poeta, me dijo: «te voy a leer este poema de Pacheco y luego lo choreamos». Aquel cuate lo leyó maravilloso.
El era locutor y poseía una de las mejores voces que he escuchado en mi vida. Una voz baja natural, su tono grave, decía que para los comerciales ese tono era el caro, el que pagaba bien. El poema se llamaba, se llama: «DE ALGÚN TIEMPO A ESTA PARTE», referiré las primeras líneas pues casi se calcaron en la memoria: «Aquí está el sol en su único ojo, la boca escupe-fuego que no se hastía de calcinar la eternidad. Aquí está como un rey derrotado que mira desde el trono la desesperación de sus vasallos. A veces impregnaba de luz el cuerpo de aquella que has perdido para siempre. Hoy se limita a entrar por la ventana y te avisa que ya han dado las siete y tienes por delante la expiación de tu condena».
El poema es más largo pero este trozo nos llevó a que nos acabáramos la tella (como cariñosamente le decíamos.) El duro cotidiano nos avasalló. Y la mujer, ese tema, nos dio mucho, su presencia y su pérdida. El hastío de rutina dando las siete hora de pagar la diaria expiación. Esa sentencia de Pacheco nunca la quise para mi.
Choreábamos al compás de José Emilio, compartíamos mi amigo Julio y yo la vida provocados por un poema de Pacheco. Aún veo en la distancia nocturna a ese Vocho en un parque de la Campestre Churubusco y cuánto tiempo ha pasado, de algún tiempo a esta parte. Al buen amigo Julio César Herrera donde quiera que un poema de José Emilio lo encuentre.
Raúl Adalid Sainz, en algún lugar de México Tenochtitlan.
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