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José María Morelos: nunca en aras de su provecho personal sacrificó el porvenir de la causa que defendió

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José María Morelos: nunca en aras de su provecho personal sacrificó el porvenir de la causa que defendió

Valladolid, llamada más tarde Morelia en honor de su hijo prócer Don José María Morelos, se asienta en la Meseta de una loma de descensos suaves del valle de Guayangareo, en la antigua provincia de Michoacán.
En un grabado publicado en Londres en 1829, se distinguen la catedral de cantera, los palacios que rodean las plazas y un núcleo de grandes templos con su gran calzada, rodeada del gran acueducto que conducía agua potable.
Fue una ciudad típicamente feudal de la colonia, en la cual las clases altas habían obtenido su riqueza por medio de la agricultura próspera de la región y la minería de Tlalpujahua.
Fue centro de la antigua Valladolid, la catedral de la cantera rosa, resultado de la armonía arquitectónica de una época en que el arte estuvo imbuido de la vida cotidiana, apresada en rígidas formas.
Los constructores de la catedral comprendieron la misión del arte como un rodear de bellezas las formas en las que transcurre la vida. Interpretaron el destino del arte como cumbre: ya en vuelo de religiosidad, ya en el goce soberbio de la vida. Lograron que la ciudad de Valladolid se inspirase en la catedral para construir sus palacios, sus casas, sus plazas y fuentes. La sociedad de la antigua Valladolid, reducida, estrecha y oropelesca, pero con una minoría notablemente bien preparada, festejaba a Don Miguel Hidalgo y Costilla, rector del prócer Colegio de San Nicolás, por la agudeza de su ingenio, su distinguido trato y gran sabiduría. Dueño de las haciendas de Santa Rosa, San Nicolás y Jaripeo, tenía una situación económica desahogada que le permitía extender sus relaciones sociales, especialmente en Guanajuato, Querétaro y Pátzcuaro. Lleno de inquietud, viajaba constantemente y organizaba reuniones sociales en que se aprovechaba la ocasión para leer libros prohibidos, los enciclopedistas, El Código de Napoleón y el Teatro Crítico de Feijoo que inspiraría las nuevas leyes, según aparece en el proceso seguido por la Inquisición en contra del padre Don Antonio María Uraga, ex rector del Colegio de San Nicolás y jefe ostensible de la Conspiración de Valladolid.
Influido don Miguel Hidalgo y sus discípulos por el padre Feijoo, puso en práctica sus ideas: “Abrir de par en par las ventanas de la cultura española para que entre por ellas a torrentes la luz del extranjero”; pero no se extranjerizaron, sino que pusieron las bases del pensamiento vigoroso de la Revolución de la Independencia que llegó hasta 1810.
Don Miguel Hidalgo rompió con el mundo en que vivía, que lo quería y lo festejaba para darnos la libertad, y sacrificio a su querida ciudad de Valladolid, dejándola envuelta en tragedia, según afirma Lejarza, en su “Estadística de Michoacán en 1822”, ya que al principio del movimiento armado la población de Valladolid excedía a los 20 mil habitantes, mismos que al año siguiente no llegaron a tres mil, contada la tropa.
Fue tal la persecución que desencadenó el comandante español Trujillo, que la mayor parte de las fincas estaban en ruinas y las calles aparecían cubiertas de crecida yerba, “fruto todo esto del rigor injusto de aquel gobernante”.
Así se destruyó en esta época el bello edificio barroco del primitivo y nacional Colegio de San Nicolás de Hidalgo; la catedral fue saqueada en parte por el comandante español, por lo que con justa razón don José María Morelos, escribía desde Huajuapan el 31 de julio de 1812: “es inenarrable el robo que han causado sacrílegamente los europeos en todas las iglesias de su tránsito”.
Don José María Morelos guió sus pasos de niño y sus inquietudes en la vieja Valladolid, en la época en que brillaba el Colegio de San Nicolás Obispo, fundado por Don Vasco de Quiroga, civilizador de tarascos y siendo Rector del plantel don Miguel Hidalgo. Vio la luz primera en un paisaje natural de alturas medias, sin oposiciones marcadas, un paisaje proporcionado al hombre donde nada lo abruma, ni nada lo arrebata, de luz clara y transparente, de contornos limpios y definidos y sin sombras, envuelto todo en grandes crepúsculos de brillantes colores.
Vivió sus primeros catorce años en Valladolid; en 1779 se dedicó a labrar la tierra, según aparece en la declaración que rindió ante el Tribunal de la Inquisición en 1815.
A través de su vida iniciada en el campo, en Tahuejo, Apatzingán, Michoacán, conoció el drama de una inmensa mayoría de campesinos sumidos en la pobreza frente a unos cuantos ricos dueños de la tierra.
Drama en que se mezclaba el bien y el mal, el sufrimiento y el goce, la desesperanza y el afán eterno de superación.
Vivía su adolescencia cuando el convencimiento de lograr una preparación mayor lo impulsó a estudiar en el primitivo Colegio de San Nicolás Obispo, mientras gobernaba la mitra de la Providencia de Michoacán el ilustre fray Antonio San Miguel, quien establecía, bajo la influencia del más puro cristianismo una libertad en las ideas verdaderamente ejemplares.
Allí fortaleció su pensamiento bajo la dirección y guía de Don Miguel Hidalgo y Costilla, Rector del Prócer Colegio. Dentro de su mutismo de estudiante de edad madura, sobresalía en gramática y filosofía.
De su maestro Don Miguel Hidalgo recibió los principios constitucionales, según expresa en una carta el licenciado Ignacio López Rayón, presidente de la Junta de Zitácuaro. Hidalgo lo llamaba en una de sus cartas: “Querido discípulo y amigo”.
El enciclopedismo científico de los revolucionarios franceses a través de su maestro Don Miguel Hidalgo, brindó a Morelos soluciones para la organización política de la nueva nación, aunque debemos considerarlo, ideológicamente como heredero de la sencillez humanística de Don Vasco de Quiroga, fundador del Colegio de San Nicolás, cuya “Vida y virtudes”, escrito por Juan José Morelos, ex Rector del Colegio de San Nicolás, se leía en su época de estudiante.
Encontramos este hecho revelador de la influencia de Quiroga en un documento original, en el cual narra que el Obispo de Michoacán José de la Escalona y Calatayud, visitaba el Colegio en 1731 y a la entrada del mismo revestido con capa pluvial, pedía los inventarios de los bienes del plantel y las ordenanzas y documentos dictados por Don Vasco, surgiendo así el símbolo del gran civilizador y educador.
Los documentos dictados por Don Vasco de Quiroga se han perdido en sus perdido en sus originales a través de nuestra agitada historia; más no así su esencia y su espíritu.
Ante nosotros se presenta Don Vasco de Quiroga con media vida en la penumbra y el resto en su tránsito terrenal bajo la luz fecundadora del sol de los trópicos y hasta parece, desde nuestro punto de vista, que sus primeros sesenta años fueron una larga preparación para la tare definitiva.
El viejo castellano se hizo criollo en sus trabajos de la Segunda Audiencia y en las fundaciones de Santa Fe, de México y de Pátzcuaro, en donde estableció la jornada de seis horas de trabajo y se acercó a los indios, es decir, a la tierra, hasta confundirse con ellos y con ella, con amor fraternal, en Pátzcuaro. Allí estableció en Colegio de San Nicolás, en su hogar donde era patriarca de sus hermanos, los indios viejos representativos de la tradición y de sus hijos, los muchachos indios y las niñas morenas que simbolizaban el porvenir de la raza.
Tierra india, raza mestiza, cultura criolla.
Don Vasco fundó pueblos y ciudades; organizó industrias y proyectó sistemas humanos y sencillos impregnados de nuevos conceptos sociales. Bajo su influencia se perfilan Don Miguel Hidalgo y su discípulo distinguido Don José María Morelos.
Los volcanes son parte de la vida de Michoacán. Su presencia se une a la de cuatrocientos manantiales de aguas termales, orgullo de sus pueblos.
Y a una región volcánica arrasada por el Jorullo, fue enviado al señor Morelos por el obispo Fray Antonio de San Miguel, el 25 de enero de 1798, Vivió en el pueblo de Tamácuaro de la Aguacana, habiendo sido designado cura de Churumuco: “Porque el Obispo se digna elegir pequeños para empresas grandes y… no me encuentro capacitado para desempeñar tan grave cargo”, se expresaba en una carta.
En abril de 1799 pasó al curato de Carácuaro y tuvo su residencia en Nocupétaro en donde encontró solamente 2,144 habitantes, según el censo que levantó él mismo. Un año antes se había desarrollado la peste en la región, “que todo lo destruyó, acalló y aniquiló a la mayor parte de los indios que nos ayudaban a llevar carga de las obligaciones”. La feligresía era tan pobre que ayudaba al párroco con apenas seis reales o sean 31 centavos. Reunía a los indígenas para enseñarles el abecedario, dándoles un mejor bautismo en las aguas lustrales del saber, según afirmaba don Nicolás Rangel.
Su empresa era en verdad muy grande: tenía que romper los limitantes que le imponían Carácuaro y Nocupétaro. Al recibir del señor Hidalgo el encargo de levantar hombres del Sur, encontró en el actual Estado de Guerrero a los hombres y a sus jefes en la lucha por la independencia.
El amor por la naturaleza fue ante todo, para él, asunto práctico: “la tierra se hizo para ser cultivada”, escribió alguna vez en una admirable carta fechada en Huetamo el 1 de noviembre de 1810 y dirigida a Don Francisco Díaz de Velasco al racho de La Concepción, Nocupétaro… “Cierto que pueblos enteros me siguen a la lucha por la Independencia; pero los impido diciendo que es más poderosa su ayuda labrando la tierra para darnos el pan a los que luchamos y nos hemos lanzado a la guerra. Es grande la empresa que nos guía hasta ponernos en posesión de la tierra y de la libertad…”. Comprendió que el problema de la Independencia no era únicamente el problema político de la separación con España, sino también el problema económico, y así en un documento firmado en Tecpan, nombra comisionados para que “entreguen la tierra a los problemas para su cultivo, sin que puedan arrendarse pues su goce ha de ser de los naturales en los respectivos pueblos”.
Así prosiguió la obra de obra de su maestro don Miguel Hidalgo, quien en la Ciudad de Guadalajara, el 5 de diciembre de 1810, había decretado: “proceda a la recaudación de las rentas vencidas hasta el día, por los arrendatarios de las tierras pertenecientes a las comunidades de los naturales, para que enterrándolas en la Caja Nacional se entreguen a los referidos naturales las tierras para su cultivo, sin que para lo sucesivo puedan arrendarse, pues es mi voluntad que su goce sea únicamente de los naturales”.
Morelos no trasladó más la libertad al reino de los sueños, sino que ensalzó la libertad que lleva la dicha a los pueblos y multiplica sus fuerzas, ya vivan en los valles, en las montañas o habiten en las llanuras.
Sabía muy bien que él y que su guía no podía dejar de iluminar. Y todo en él hacia luz mantenida con aceite de su propia vida. Y encontró también que el camino de la purificación no era un camino triste, como tampoco lo era el deber y el del sacrificio de su propia vida.
Fue don José María Morelos un genio y, a la vez, un gran corazón; un vidente de gran energía. Era cerebro que meditaba y brazo que ejecutaba. Aguila y león, veía desde las alturas y caía implacable sobre los enemigos de la Patria. Inteligencia privilegiada, la cultivó más que por los libros, por la comunión diaria con la naturaleza y por la meditación continua en los grandes problemas que ayudan a la gran sociedad en la soledad de las noches ardorosas de aquella brava tierra caliente.
Para realizar grandes ideas de formar una nación, organiza el Primer Congreso Nacional de Chilpancingo. Quiso el Congreso dar a Morelos el tratamiento de Excelencia, pero él también rehusó modestamente prefiriendo el Siervo de la Nación.
Así maduraron en estelar carrera, en su obra política y social, los siguientes conceptos, correspondientes a sus “Sentimientos de la Nación”:
“La Soberanía dimana inmediatamente del pueblo, el que sólo quiere depositarla en sus representativos divididos en tres poderes: Ejecutivo, Legislativo y Judicial”.
“Que como la buena Ley es superior a todo hombre, las que dicte nuestro Congreso deben ser tales que obliguen a la constancia y patriotismo, moderen la opulencia y la indigencia, y de tan suerte se aumente el jornal del pobre que mejore sus costumbres, aleje la ignorancia, la rapiña y el hurto”.
“Que la esclavitud se proscriba para siempre y lo mismo la distinción de castas quedando todos iguales; y no se distinguirá un americano de otro sino por el vicio y la virtud”.
Los antecedentes de su célebre declaración aparecen en el manifiesto de Don Miguel Hidalgo, fechado en Valladolid el 15 de diciembre de 1810, que dice:
“Establezcamos un Congreso… que dicte leyes suaves, benéficas y acomodadas a las circunstancias de cada pueblo: ellos entonces gobernarán con la dulzura del Padre, nos tratarán como a sus hermanos, desterrarán la pobreza”.
Fue desenvolviendo sus ideas bajo las enseñanzas de su maestro y, en su homenaje, pidió que “se solemnizara el 16 de septiembre de todos los años como el día del aniversario en que se levantó la voz de la Independencia y nuestra libertad comenzó… recordando a don Miguel Hidalgo y a su compañero Ignacio Allende”.
En sus “Sentimientos de la Nación” aparece el humanista, el hombre cristiano que con el ejemplo de don Vasco de Quiroga y de don Miguel Hidalgo y con la base de una organización republicana, proyecta la personalidad de la Nación en su nueva vida independiente.
Su desinterés fue proverbial: nunca en aras de su provecho personal sacrificó el porvenir de la causa que defendió. Sus manos manejaron millones de pesos y si embargo quedaron vacías. Cuando fue aprehendido en Tezmalaca, sólo tenía unas cuantas monedas y sus vestidos raídos.
Nunca lo movió el deseo de mando ni el de obtener un puesto en aquella lucha, aunque le correspondiese por derecho. Podría decirse que su inmenso desinterés perjudicó a la causa nacional, que lo llevó a crear el Congreso, que después le puso muchas dificultades y que fue la causa indirecta de su aprehensión y de su muerte al tratar de defenderlo.
El héroe que sembró el terror en los realistas, el que había conducido sus batallones a sangre y fuego desde las abruptas vertientes del Sur hasta las ricas planicies de la Mesa Central, y que había ganado más batallas y conquistado más triunfos que los caudillos independentistas que entonces luchaban en las vastas extensiones del suelo mexicano, abdicó ese inmenso poder entregándolo en manos del Congreso que, aunque hechura suya, era la representación de la patria.
A Morelos supo la gloria inmensa de haber reunido el Primer Congreso Nacional en la iglesia parroquial de Chilpancingo, cuyos muros ennegrecidos por la acción del tiempo levantaban aún un monumento a la gloria del héroe.
La reunión del Primer Congreso Nacional, en donde culmina el patriotismo del gran héroe de la independencia pone fin a su gloria militar. Desde entonces el genio, ya encadenado, no pudo disponer libremente de tropas ni de batallas que creyera conveniente.
El Congreso ordenaba y a él sólo tocaba obedecer. El genio militar se eclipsó para poner los cimientos del gobierno civil de México. Ese fue el sacrificio supremo que lo llevó al martirio.
Con su muerte se cerró la leyenda heroica de la guerra de Independencia.
Hoy aniversario de su muerte, en estos ciento cincuenta años de la Independencia nacional, en todos los palacios de gobierno de los Estados de nuestra Patria, con letras de oro debería esculpirse su herencia.
“Que como la buena Ley es superior a todo hombre, las que dicte nuestro Congreso deben ser tales que obliguen a la constancia y patriotismo, moderen la opulencia y la pobreza”.

Antonio Arriaga.

De: “El evangelio de la Patria”, Dpto. del Distrito Federal, Dirección General de Acción Nacional y Social, México, MCLMLXI.

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