Después de que el nuevo paladín recibió instrucciones del jefe de la insurgencia, regresó a su destino con un nuevo nombramiento miliciano que, dándole autoridad, fue el principio de su carrera política y guerrera, y la base de su eternal renombre.
Don José María Morelos descendía de clase humilde, por eso supo ser intérprete de la masa popular que se revolvía entre las ansias incontenibles de su libre acción coartada. Su corazón palpitó al unísono del pueblo, porque con él estaba identificado y sabía de sus amarguras, comprendiendo sus aspiraciones.
Abandonó a sus paupérrimos feligreses de Carácuaro para empuñar la espada y fundar, como Guillermo Tell, “entre las rocas, un asilo para la razón y la virtud”.
Venía de la gleba, como vino después Garibaldi, y, como el héroe itálico, odiaba a todos los opresores, amaba a su pueblo, aspiraba al bien, despreciaba la muerte, rehusaba los honores y adoraba a su patria.
Era convincente e insinuante; por eso pudo fundar en Zacatula su primer ejército, triunfando sobre la ignara gente que lo recibiera hostil; dejándose conquistar cuando el héroe apeló a la elocuencia de la verdad y el sentimiento.
Para hacerse estimar, practicó el buen ejemplo. Cuando sus tropas, dispersas y medrosas, huían del ataque español, en El Veladero, avanzó a un paso estrecho, y arrojándose a la tierra que lo vio nace esclavo; invitó a los soldados a que pasaran sobre su cuerpo; pero aquellos fieles no podían macular con su plan al venerado general que les predicara como un profeta la buena nueva, y se detuvieran en su huida avergonzados, para seguir peleando con mayor denuedo.
Era un valiente, Cuautla y Orizaba, Oaxaca y Tixtla, miraron asombradas al valeroso combatiente, recto en sus planes, feroz en el ataque, tranquilo en el peligro.
La hazaña de Morelos en la ciudad de Cuautla es de una heroica grandeza, cuando pudo resistir, en 1812, el cerco del poderoso ejército realista. A Calleja, que se jactaba de “ser el vencedor en cuatro acciones generales y cinco parciales”, le hizo reconocer el vigor y la fe del patriotismo mexicano. Morelos jamás sintió el miedo, ese inesperado complejo nervioso que han sentido, en un momento dado, los más insignes capitanes de la historia. Cuando antes del sitio, el generalísimo abalanza a reconocer al ejército enemigo y está a punto de caer prisionero o de morir, y Galeana le grita: “Vamos, pronto, señor,”, Morelos le contesta: “Vamos, vamos, sin daros prisa”.
El enemigo se acerca insolente y, ante el peligro las tropas patriotas huyen sin que sus oficiales puedan contenerlas. Galeana, que ha medido el peligro, insiste: “Corramos, señor”, y Morelos, impasible le responde:
“Es que mi caballo no tiene otro paso… Más vale morir peleando que entrar en Cuautla corriendo”. El gran soldado, en medio de tremendas penalidades, resiste setenta y dos días, asombrando al mismo Calleja, quien le escribe al virrey:
“El enemigo continúa resistiendo con el mismo tesón fanático, reparando las ruinas que le causa nuestra artillería, situada a medio tiro de fusil de sus baterías, apagando los fuegos, bailando y repicando a cada bomba que les cae, sin salir para nada del recinto, ni el clérigo Morelos de su casa, desde la que, con aire inspirado, dicta providencias que ejecuta finalmente Galeana, los Bravo, dos frailes dieguinos, Diego Ramírez y Manuel Muñoz; el clérigo Matamoros y otros”.
El general español está impaciente, pero Morelos confía en que debido a las lluvias tendrá que levantar el sitio. Entretanto, sus soldados caen vencidos por el hambre, por la desesperación… Calleja entonces, a cambio de la rendición, le ofrece el indulto, y el estupendo patriota le contesta:
“Dígale que les concedo igual gracia a él y a los suyos”.
Morelos rompe el sitio el 2 de mayo. No hay otra salvación, y marcha en orden, a la cabeza de su destrozado ejército, seguido de civiles, hombres, mujeres, niños y ancianos. Toma la ruta de Zacatecas, donde se produce la feroz acción de Calleja. Centenares de patriotas e inocentes perecen en la bizarra retirada, pero Morelos salva el decoro de las armas insurgentes y da a la historia una lección de lo que es el honor del mejor de los soldados de nuestra insurgencia.
Y es que la inspiración patriótica lo guiaba en los momentos cruciales de su vida batalladora. Tal vez como Juana de Arco, una voz extrahumana le murmuraba al oído: “salva a mi Patria”, y un mandato divino le repetía: “para eso has nacido”; por eso despreciaba a la muerte, como los bravos soldados hijos del sol.
Supo también ser inexorable con los traidores, cercenando sus cabezas para ejemplo de menguados, y, consciente de su deber, no prodigó el perdón para mantener vivos los temores del contrincante altivo.
Era un carácter. Llamado a operar en su país una obra depurativa de salud pública, dirigió todos sus actos a ese fin, sin vacilaciones ni desmayos, sino derechamente, con una voluntad inalterable y uniforme, y una coordinación perfecta en su conducta cívica y militar.
Fue un perseverante. Laboró sin tregua, lo mismo en la ciudad que en la montaña, en la revuelta que sus aparentes descansos.
Estaba al tanto de todas las necesidades políticas o materiales de sus subordinados, atendiéndoles con la acuciosidad y diligencia propias de un gran organizador.
Al mismo tiempo era legislador y soldado, político, artesano y sacerdote.
Morelos fue el mejor estratega de nuestra lucha independizante. Para el arte de la guerra, simple y de mera ejecución, es indispensable un constante buen sentido, que el héroe tuvo en todos sus hechos de armas, sin prejuicios ni claudicaciones y con el alto interés preciso y claro de su objeto magnánimo.
Se sobrepuso a todas las dificultades, se sometió a todos los trabajos, soportando con denuedo las mayores penas, con tal que fueran en beneficio de los suyos. Antes de dominar a los demás, aprendió a dominarse a sí mismo.
En su espíritu inteligente abundaban más que la sabiduría, el supremo buen juicio y la sensatez, inherentes a las direcciones de las colectividades.
Tuvieron todas sus cualidades tan armónico conjunto, que completaron su personalidad pujante con las características constitutivas del genio de su raza.
En su obra política, Morelos no conquistó el ideal que perseguía. Sin embargo, la obra de político, aunque inalcanzada y naturalmente imperfecta, es la más potente prueba de sus purísimos anhelos, de su talento y de sus avanzadas ideas.
En sus últimos combates, la desgracia le acompañaba por doquiera, acongojándolo, pero no abatiéndolo. Por eso dijo a Quintana Roo, después de Puruarán: “Es preciso llevar con paciencia las adversidades… aún, ha quedado un pedazo de Morelos, y Dios entero…” Palabras que denotan una excepcional reciedumbre.
Meditando siempre en ese noble empeño, no descansó en la lucha diaria hasta lograr reunir, el 13 de septiembre de 1813, el Congreso de Chilpancingo, que fue mejor premio a sus virtudes y la más bella de sus realizaciones.
Tuvo que sobrellevar las envidias inevitables y las escisiones vergonzosas, para llegar a tan ansiado término, hasta que al fin, ante los representantes populares reunidos después de improba labor, dio al Primer Congreso Nacional sus famosos Sentimientos de la nación, inflamado del más acendrado patriotismo. En este histórico documento expone sus ideas para terminar la guerra, y sienta las bases de la futura Constitución, que debe hacer feliz y grande entre todas las naciones a México. En tal documento, Morelos se eleva sobre la cumbre del patriotismo. Se coloca a la par de Simón Bolívar, de San Martín y de los egregios libertadores de nuestra América.
De los veintitrés puntos del importantísimo mensaje, insertamos algunos:
“1º Que la América (hay que observar que no sólo habla de México) es libre e independiente de España y de toda otra nación, gobierno o monarquía, y que así se sancione, dando al mundo las razones.
“3º Que todos sus ministros (sacerdotes) se sustenten de todos y solos los diezmos y primicias, y el pueblo no tenga que pagar más obvenciones que las de su devoción y ofrenda.
“5º La soberanía dimana inmediatamente del pueblo, el que sólo quiere depositarla en sus representantes, dividiendo los poderes de ella en legislativo, ejecutivo y judiciario, eligiendo las provincias sus vocales y éstos a los demás, que deben ser sujetos sabios y de probidad.
“Que los empleos extranjeros, si no son artesanos capaces de instruir y libres de toda sospecha.
“Que como la buena ley es superior a todo hombre, las que dicte nuestra congreso deben ser tales que obliguen a la constancia y patriotismo, moderen la opulencia y la indigencia, y de tal suerte se aumente el jornal del pobre, que mejore sus costumbres, aleje la ignorancia, la rapiña y el hurto.
“Que la esclavitud se proscriba para siempre, y lo mismo la distinción de castas, quedando todos iguales, y sólo distinguirá a un americano de otro, el vicio o la virtud.
Y por último dice: “Que se solemnice el 16 de septiembre por todos los años, como el aniversario en que se levantó la voz de la Independencia y nuestra santa libertad comenzó, pues en este día fue en el que se abrieron los labios de la nación para reclamar sus derechos y empuñó la espada para ser oída, recordando siempre el mérito del grande héroe, el señor don Miguel Hidalgo y su compañero Ignacio Allende”.
Más tarde, al fin de un éxodo de intensa abnegación, escoltando a los portaestandartes de la nueva democracia, dio al pueblo, en Apatzingán, su primera constitución política, que si no es un conjunto práctico de principios de gobierno, lleva en su fondo teorías fundamentales de derecho y justicia, de igualdad, de paz y de confraternidad humana.
Elevó a categoría de derechos del hombre, la propiedad, la seguridad personal y las libertades físicas y de pensamiento, cimentando así, en el primer código político mexicano, el ideal que más tarde lanzaron al mundo los constituyentes del 57.
El Siervo de la Nación, como él mismo se llamara, reducido a la impotencia, debido a los fracasos de Valladolid y Puruarán, vio con profunda amargura que algunos miembros del congreso pensaban sólo en sus propios beneficios, y los despojaban del mando supremo.
El congreso, perseguido, tuvo que huir de un lado a otro, pero ahí estaba Morelos, acompañándolo, como su principal servidor. ¡Qué desprendimiento de suprema humildad y sublime patriotismo!
Mientras tanto, todas las noticias de la guerra eran desconsoladoras, y el congreso, no obstante, seguía sesionando. Los españoles triunfaban en todas partes. Ya no había un Morelos que les enfrentara, y así fueron cayendo los héroes: Miguel Bravo, poco después, “Tata Gildo”, Morelos, al conocer estas noticias, acaso recordando a Matamoros, exclamó:
“Acabáronse mis brazos, ya n soy nada…”
El congreso, el 22 de octubre de 1814, expidió, por fin, la Constitución. “Un testigo cuenta que ese día –ha escrito René Avilés-, los insurgentes que andaban casi desnudos, estrenaron uniformes de manta. Agrega, además, que se sirvió un banquete y que al caer la tarde, se efectuó un baile al aire libre. El general Morelos depuso su natural mesura, y con jovial alegría, danzó y abrazó a todos, y dijo que aquel día era el más feliz que había gozado en su existencia”.
Y aquel magno paladín, sin embargo, no tuvo hasta su muerte la sonrisa plácida de la fortuna, ni escuchó las trompetas de la fama. Cayó en la contienda cuando era más necesaria su acción para salvar al estado.
Debilitado en las derrotas para servir de salvaguardia al congreso que él veía como medio más indispensable para su fin histórico, fue aprehendido, vilipendiado y escarnecido.
No perdía la esperanza ni menguaba su fe; era el impulso de su temple de hacer el que lo mantenía siempre sereno. Los infortunios lo agigantaron, nunca fue más noble ni más bueno, ni más bravo, ni más se dignó que en la adversidad.
El congreso, ratificando su imperdonable error, pidió a Morelos que tomase otra vez el supremo mando militar. No obstante que el alto cuerpo le había prohibido ocuparse de asuntos militares por ser miembro del poder ejecutivo, Morelos, noblemente y sin protesta alguna, aceptó la tremenda responsabilidad con acendrado patriotismo.
Y empezó su holocausto. La tarea era demasiado riesgosa. Había que trasladar a los miembros del congreso desde Uruapan a Tahuacán, por entre el poderoso enemigo, que estaba apostado en todas partes.
Entonces se reveló en toda su magnificencia el altruismo de su conducta; entonces resplandeció blanca y soberbia su inalterable pasión por la patria. El 27 de septiembre de 1815 salió de Uruapan. Su ejército no pasaba de mil hombres, la mitad sin armas. Pidió auxilio a Nicolás Bravo y otros generales que se encontraban cerca, y salió de esa plaza para seguir luchando. Pero advertidos los realistas de sus pasos, por la infamia de un traidor, el enemigo lo sorprendió el Texmalaca, la mañana del 5 de noviembre. Aun cuando era casi imposible que se defendiera, el libertador insigne dispuso el combate. Inútil fue la súplica del general Bravo:
“Póngase, señor, a salvo… Yo le cubro la retirada”. “No – le contestó-, vaya usted a escoltar al congreso y déjeme pelear, que aunque yo perezca, importa poco”. Aquel gesto de sublime heroísmo significaba la abdicación completa de su personalidad, la excelsitud suprema de su amor a la patria.
¡Oh, sí!, Morelos amaba a la patria, porque la patria era hija suya, y como Séneca, no la amaba por grande, sino por suya.
Amaba a la patria, porque su amor es dulce y compasivo, porque podría mirar sus dolores con estremecimientos paternales.
Amaba a la patria, como decía Mazzini, no por su territorio, que no sino su base, sino por la idea de que brotara en él, de su comunión de pensamiento que estrechara a todos sus hijos.
Amaba a la patria, porque era un virtuoso, y la primera de las virtudes, según el verbo napoleónico, es la devoción a la patria.
Amaba a la patria, porque el extranjero se adueñó de sus montañas, de sus lagos, de sus campos y de sus cielos, porque la patria tenía su pensamiento y se los había arrebatado; porque él había venido al mundo a rescatarla del intruso y ponerla a los pies de sus hermanos, y porque las cenizas de sus héroes ancestrales le demandaban la libertad perdida.
Morelos, pensando como Cicerón, que las mejores y más nobles facultades deben consagrarse a la patria primero que a sí mismo, no tuvo más descanso que sus noches, ni soñó más retiro que el eterno, si conseguía salvar a su patria.
Amémosle infinitamente, amémosle siempre. Sigamos en los momentos de angustia su fuerte ejemplo. Los muertos inmortales son más poderosos que los vivos; que él conduzca a nuestro pueblo.
La fama de Morelos no es producción imaginaria del mexicano; ni una falsa gloria forjada por la leyenda nacional, es algo fuerte como el bien e imperecedero como la verdad.
Isidro Fabela.
De: “La Independencia de México: Morelos”, Editorial del Magisterio, México, 1969.
Comments