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SEMBLANZA A EMILIANO ZAPATA

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Los Zapata vivían en una choza de piedra bruta y paja, en la parte sudoccidental de Anenecuilco. En otro tiempo el padre había trabajado en la hacienda de Hospital; la madre, Cleofas Salazar era descendiente de una familia que había vivido en Anenecuilco, desde hacía varias generaciones. Tuvieron diez hijos. Emiliano -invariablemente llamado Miliano de niño y de grande- era el penúltimo. La educación que recibió fue mínima y nunca aprendió a leer. Pero llegó a saber más de historia de México y de las tradiciones locales. Dos de sus tíos habían peleado tanto en la Guerra de Reforma como contra la intervención francesa y gustaban de contar sus experiencias en aquellos conflictos y en la lucha, años más tarde, contra la banda del notorio bandido Plata. La gente de Anenecuilco, a diferencia de los pobres de muchas partes de México, no tenía simpatía por los bandidos, circunstancias que tiñe de ironía a las acusaciones de bandidaje lanzadas más tarde contra Zapata. De sus tíos aprendió además a tirar con el rifle como un experto; el arte de la equitación lo aprendió solo.
Zapata tenía dieciséis años cuando sus padres murieron. Con ayuda de su hermano Eufemio sostuvo a lo que quedaba de la familia. En ese mismo año, la hacienda de Hospital empezó a apropiarse la poca tierra que le quedaba al pueblo, otra parte fértil más en el lado dl río e incluso la tierra abrupta e inútil al occidente. Los habitantes del pueblo, agricultores por tradición, quedaron sin otra opción que cultivar parcelas que habían sido suyas pagando al hacendado tres medidas de maíz cada cien que cosecharan, o bien dedicarse a la cría de ganado. Los animales se podían apacentar en la tierra no labrantía, pero invariablemente en sus vagabundeos se metían en las tierras de la hacienda y los guardias empezaron a matarlos a tiros. Cuando los habitantes del pueblo iban a reclamar las reses muertas –puesto que no podían darse el lujo de desperdiciar nada- los guardias abrían fuego contra ellos. Los animales que no habían sido muertos eran retenidos en corrales de la hacienda. Para rescatarlos había que pagar una multa.
No hay duda de que Emiliano abrigaba resentimiento contra los hacendados (de niño los guardias de la hacienda le habían pegado por haber segado heno en tierras del hacendado, heno que de todas maneras habría sido quemado). Al parecer las autoridades lo consideraban un perturbador del orden, y en 1908 lo reclutaron a la fuerza en el ejército y lo asignaron al 9º Regimiento de Caballería en Cuernavaca. El servicio militar fue de corta duración, Ignacio de la Torre y Mier, poderoso hacendado con buenas conexiones políticas, sabía de la gran habilidad de Zapata para el manejo de caballos. Arregló que lo licenciaran del ejército con objeto de que se ocupara de las cuadras de animales pura sangre en la mansión de la familia De la Torre, en la ciudad de México.
Zapata era delgado pero musculoso. Su cabello y sus largos bigotes eran de un color negro azuloso. Sus ojos eran oscuros, luminosos y melancólicos, y cuando estaba fatigado parecían circuncidados de púrpura. Su piel morena parecía aún más oscura por efecto del ardiente sol de Morelos.
Participaba con entusiasmo en las charreadas campiranas, donde desplegaba su destreza de jinete, y tenía en el cuerpo cicatrices, recuerdo de las corridas de toros pueblerinas en que había tomado parte.
En 1909 estaba de vuelta en Anenecuilco. En ese año el gobierno había aprobado una ley de reevaluación para determinar los linderos en litigio. Los pobladores de Anenecuilco previeron que los hacendados aprovecharían aquella oportunidad para legitimar sus títulos sobre la tierra, en perjuicio de lso pueblos. Los ancianos de Anenecuilco, que habían estado peleando durante muchos años la guerra por las propiedades, propusieron que la continuaran los más jóvenes. Zapata, que tenía entonces treinta años, fue elegido presidente de la junta de defensa de Anenecuilco. Encerrado en la iglesia del pueblo en compañía de un amigo que sabía leer, se dedicó a estudiar el paquete de viejos documentos que relataba la historia del pueblo u legitimaban sus derechos a las tierras circuncidantes. Los campesinos vaciaron sus magros bolsillos para reunir un fondo de defensa. Se enviaron abogados a Cuautla, Cuernavaca y la ciudad de México a fin de que se esforzaran por aclarar la situación del pueblo; lo que obtuvieron no fue gran cosa pero en cambio despertaron el rencor del hacendado de Hospital. En la primavera de 1910 la hacienda anunció que los habitantes del pueblo no podrían plantar maíz en sus terrenos, ni siquiera como aparceros.
Los campesinos escribieron al gobernador de Morelos en solicitud de ayuda: “Las lluvias se avecinan y nosotros, los campesinos pobres, deberíamos de estar preparando la tierra para sembrar el maíz”. ¿No podría el gobernador –preguntaban- ayudarlos en algo contra el hacendado? Y hacían la historia de las luchas del pueblo contra la invasión de hacienda.
Un funcionario menor del gobierno estatal contestó distraído pidiendo más detalles.
Una vez más, los hombres de Anenecuilco repasaron sus viejos documentos y escribieron otra carta, esta vez con desesperada urgencia, pues las nubes que anunciaban las lluvias y la temporada de cultivo empezaban a acumularse en la sierra. Enviaron la carta con fecha 8 de mayo. EL 16 del mismo mes el secretario del gobernador contestó que estaba turnando sus quejas al propietario de la hacienda de Hospital. En otras palabras, lejos de recibir ayuda del gobierno estatal se les dejaba como al principio, a merced del hacendado.
El hacendado les mandó un mensaje donde exponían de manera que dejaba lugar a dudas: “si los habitantes de Anenecuilco quieren sembrar maíz, que lo siembren en una maceta, porque en mi tierra no podrán usar ni las laderas de los cerros”.
Las lluvias del verano de 1910 fueron escasas y las cosechas levantadas en la poca tierra que aún pertenecía a Anenecuilco resultaron magras. EL maíz no dio mazorcas. Las cañas resultaron chaparras y secas. No había en el pueblo nadie que no se sintiera hervir de cólera, y algunos, entre los cuales se contaba Zapata hablaban de levantarse en armas.
En el otoño de ese año Francisco Madero que estaba refugiado en Texas, proclamó el Plan de San Luis Potosí, cuyo artículo tercero, referente a las indígenas despojados de sus terrenos, ruvo gran resonancia en muchas partes de México, incluso Morelos. Lo que quedaba del fondo de Anenecuilco para la defensa se utilizó para mandar a Pablo Torres Burgos, tendero de Villa Ayala, a San Antonio, Texas, a conferencias con Madero, Torres Burgos volvió con la comisión de dirigir las fuerzas revolucionarias en Morelos, Zapata, a la cabeza de setenta hombres, se convirtió en revolucionario activo el 11 de marzo de 1911.
Al ser asesinado brutalmente Torres Burgos por fuerzas del gobierno, poco tiempo después, Zapata quedó a la cabeza del movimiento. Desde el principio hizo gala de valentía y de extraordinarias dotes como capitán de guerrillas que no dudaba nunca en adoptar tácticas atrevidas. En uno de sus primeros encuentros se apoderó de una locomotora, hizo subir a sus hombres, la echó a andar por la vía angosta que enlazaba las diversas haciendas y con ella derribó las puertas de la hacienda de Huichila, donde se apoderaron de un valioso botín de rifles, parque y caballos. Aislados como estaban en el interior de México, los zapatistas, a diferencia de los revolucionarios del norte del país, que tenían acceso a los mercados estadounidenses, tenían que pertrecharse a sí mismos despojando a sus víctimas de armas y abastecimientos.
No era una guerra placentera. Las tropas federales de Morelos eran implacables. Uno de sus métodos favoritos de ejecución consistía en colgar por el cuello a un hombre y luego encenderle una fogata bajo los pies, de modo que sufriera la agonía del estrangulamiento y del fuego al mismo tiempo. Los zapatistas no tardaron en demostrar que también ellos podían ser crueles, aunque Zapata se esforzó cuanto pudo por contenerlos.
Si bien Zapata era moderado, no por ello cejaba en su empeño por que se resolviera la cuestión de la tierra antes de licenciar a sus fuerzas irregulares. La ambigüedad del convenio de Ciudad Juárez, la incapacidad de Madero para actuar con decisión y el carácter reaccionario del gobierno interino hicieron que los zapatistas continuaran en pie de guerra. Los terratenientes morelenses aterrorizados se dieron a difundir histéricamente a través de los periódicos de la ciudad de México las atrocidades, a veces reales, pero con frecuencia inventadas de los hombres de Zapata. La prensa exageraba todavía más lo real y lo fingido y llamaba a Zapata “el Atila del Sur”. El gobierno provisional mandó más y más soldados para restablecer el orden; pero mientras más eran las tropas que se mandaban más obstinada y rígida se volvía la resistencia zapatista. Efectuaban incursiones, quemaban edificios y cultivos, robaban el ganado, atacaban pueblos, descarrilaban trenes y peleaban contra las fuerzas federales que se enviaban contra ellos.
Durante todo el verano y el otoño de 1911 Madero se esforzó por hallar una solución al problema zapatista. A mediados de junio, como respuesta a una invitación de Zapata, hizo un viaje a Cuernavaca y otras plazas fuertes de los zapatistas. En Cuernavaca se dio una estruendosa bienvenida. Una lluvia de rosas y gardenias cubrió el automóvil Packard que lo condujo de la estación ferroviaria al Palacio de Cortés. Los hombres de Zapata, vestidos de manta y calzados con huspatitas, ceñidos de cananas y erizados de rifles, pistolas y cuchillos cabalgaron a su lado como guardia de honor.
El trato entre Madero y Zapata era cordial y había entre ambos un sentimiento se respeto recíproco. Si bien a Zapata le impacientaba la dilación en el reparto de las tierras, reconocía la honestidad de Madero y su buena voluntad. Por su parte, Madero, aunque consciente de los horrores que los zapatistas habían cometido, admiraba la devoción del líder campesino que había abrazado la causa maderista, Zapata era quizá el más fervoroso, el menos tortuoso. Los dos personajes, el confiado hombre del norte y el desconfiado indígena del sur hubieran podido llegar a un acuerdo que los hubiera salvado a ambos. Pero surgieron incomprensiones, equívocos, errores de juicio e incluso traiciones aciertas que dieron al traste con sus esfuerzos.
Los elementos conservadores de la capital y gran parte de la prensa, pagados de su flamante libertad criticaban acremente a Madero por sus tratos con un “bandido”. En un discurso a los zapatistas pronunciado en Cuautla. Madero se refirió a esta crítica: “Nuestros enemigos no descansaban –dijo-. Querían hacer aparecer como yo tenía prestigio sobre los mismos jefes que ayudaron en la revolución… Decían que yo era un gran patriota y un hombre sincero, pero que me faltaba energía, que me faltaban dotes para gobernar porque no había mandado fusilar al general Zapata… Comprenderán, señores que para eso no se necesitaba ni valor ni energía; se necesitaba ser un asesino y criminal para fusilar a uno de los soldados más valientes del Ejército Libertador”.
Las palabras amistosas y los gestos conciliadores de Madero no surtieron efecto alguno. Analfabeto y rudo, Emiliano Zapata debe de haber sentido que sus posiciones eran inconciliables. El jamás renunciaría a la exigencia de que la tierra fuera restituida a los campesinos; y aunque varias veces parecía a punto de dejar las armas, nunca lo hizo porque no se cumplieron sus demandas. Como era inevitable terminaron por no estar de acuerdo. En noviembre de 1911, Zapata había roto públicamente con Madero y lo había desconocido.
El 27 de noviembre, acampado en la Sierra de Ayoxustla, Zapata proclamó su Plan de Ayala que decía: “… los terrenos, montes y aguas que hayan usurpado… a la sombra de la justicia venal, entrarán en posesión de esos bienes inmuebles desde luego, los pueblos o ciudadanos que tengan títulos correspondientes… manteniendo a todo trance, con las armas en las manos, la mencionada posesión, y los usurpadores que se consideren con derecho a ellos lo deducirán ante los tribunales especiales que establezcan al triunfo de la Revolución…. La inmensa mayoría de los pueblos y ciudadanos mexicanos no son más dueños que del terreno que pisan sin… poder dedicarse a la industria o la agricultura, por estar monopolizadas en unas cuantas manos las tierras, montes y aguas; por esta causa, se expropiarán, previa indemnización, de la tercera parte de esos monopolios a los poderosos propietarios de ellos, a fin de que los pueblos y ciudadanos de México obtengan ejidos, colonias, fundos legales para pueblos o campos de sembradura o de labor,,,, Los hacendados…. O caciques que se opongan directa o indirectamente al presente Plan, se nacionalizarán sus bienes y las dos terceras partes… se destinarán para indemnizaciones de guerra…”
Aparte de la vigorosa denuncia contra Madero, que probablemente fue obra del maestro de escuela Otilio Montaño, uno de los consejeros intelectuales de Zapata, el documento era tan sencillo y directo como el mismo Zapata y los hombres creían en el Plan de Ayala con apasionada sinceridad y a partir de ese momento insistieron en que su aceptación sería requisito previo a cualquier alianza con otros revolucionarios.
Ni tampoco era una promesa huera… el rifle quedaba al alcance de la mano por si hacía falta.

Texto: William Weber Jonhson.

De: “México Nuestra Gran Herencia”, México, 1973.

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