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1870: Uruapan, en la pluma del artista Manuel Ocaranza

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A muy corta distancia de la Ciudad de Uruapan, está situado el encantador pueblecillo de Ziracuaretiro. Al contemplar este lugar delicioso, un poeta creería que es el prólogo; un músico que es el preludio, y un pintor que es el boceto de esa maravillosa obra que se llama Uruapan.
Parece que Dios antes de emprenderla, hizo un pequeño proyecto que debía desarrollarse más adelante con tan grande magnificiencia. Se revela ahí, en el primer pensamiento, toda la fuerza de su divina inspiración: puede decirse que este pequeño edén es el mismo Uruapan, pero visto a través de una lente que disminuyese los objetos: es un paraíso a propósito para relicario.
Otros lugares no menos deliciosos circundan a la encantadora ciudad, que a cierta distancia le dan aspecto de joven madre en medio de tiernos pimpollos: así como las aguas que bañan el follaje, le dan el riquísimo esmeralda incrustado en un brillante.
El autor de aquel paisaje lo roció de cristal y para cubrirlo hizo de la bóveda del cielo un inmenso capelo de zafir.
Uruapan que visto en conjunto, es tan sorprendente, no pierde nada en los pormenores. Las calles que dividen el extenso bosque de naranjos, están simétricamente delineadas y la monotonía que de esto pudiera resultar; se interrumpe por las desigualdades del terreno y por la multitud de riachuelos alegres bulliciosos que en todas direcciones atraviesan cantando. Los árboles de uno a otro lado de estas calles, se unen por la parte alta en perpetuo abrazo, sus ramas cuajadas de frutas, formando lindísimos toldos de verdura.
El sol lucha en vano por verlo debajo del follaje, y sólo de vez en cuando se infiltran por entre las hojas algunas gotas de claridad, que son como lágrimas de luz que deja caer para conmover aquella virgen, de quien sin duda está enamorado.
Los perfumes que en otras partes se esconden tímidos durante el día en el cáliz de las flores, y que sólo por la noche dan a la brisa sus citas amorosas, allí pueden a toda hora, merced a la semioscuridad, que da la espléndida vegetación vagar libremente.
El azahar de los naranjos, la flor de los chirimoyos, los jazmines, las violetas y los nardos envían al impulso más leve oleadas de voluptisismo aroma. A cada una de esas oleadas se siente algo como la respiración de una divinidad que se acerca y huye cuando piensa que se le va a tocar, para hacer sentir más adelante su aliento virginal.
De lado de aquel pensil por donde el sol muere, nace el límpido Cupatitzio. Una infinita variedad de flores se acerca a la orilla para verlos pasar: saltan por entre ellas pequeñas vertientes que se mezclan con él, y sus riberas están cubiertas de cafetales. El hermoso río camina así feliz y contento, sin advertir, distraído con la hermosura de los objetos que lo rodean o embriagado con los besos de los floripondios y por el contacto de las cabelleras perfumadas del sauz que va a precipitarse en un abismo, donde repentinamente se desploma y agitado hace esfuerzos inauditos por salir de aquella profundidad. Los rugidos de su desesperación son espantosos, daría miedo verle si no fuera por la extraordinaria blancura de su espuma, en la superficie de la cual hay cierto tinte color de rosa que ningún objeto le comunica y que sólo puede explicarse creyendo que aquella espuma se ruboriza cuando la miran.
El prisionero recobra luego su libertad y sigue su curso tan dichoso como antes, pero no más experto. Nuevas flores van ocupando su atención, y aquel río de aguas tan puras que corre como luz líquida, vuelve a tener innumerables caídas. A mucha distancia se oye el fragor de sus lamentos, hermosa música de ese coro sublime que entonan las cascadas.
Los demás ríos que fertilizan la linda pradera, se van uniendo al Cupatitzio y como si quisieran hacer alarde de que tanto saben ser bellos como atrevidos, se arrojan desde una altura inconmensurable de gigantescas rocas. Los colores del iris coronan la audacia del torrente, la Tzaráracua una hermosa catarata de la que Humboldt, dijo: que si no es mayor que la del Niágara si es la más bella y al pie de la cual hay una gran piedra, álbum de roca donde grabó su nombre el ilustre viajero.
Uruapan, esa tierra privilegiada donde sin hipérbole puede decirse que la primavera tiene su asiento perpetuo, no solo es bella por los tesoros que en su recinto encierra. Dióle también la naturaleza un magnífico punto de vista, un mirador agreste pero sublime, desde donde pueden contemplarse otros climas y otras zonas.
El Tancítaro, pico elevado desde el que, a la caída de la tarde, se puede gozar de un soberbio y grandioso espectáculo allá abajo, a los pies, empieza una inmensa sucesión de montañas y llanuras que van a perderse hacia el mar, de un lado se miran los volcanes de Colima, del otro las Bufas de petacada y todo esto velado por el polvo de oro que ha levantado la carroza del rey de los astros: Los montes confundidos parecen nubes azules acariciando la tierra, y las nubes, montañas flotando en el espacio.
Es tan grande la altura del lugar desde donde se contempla ese pandeo con un hermoso río, el Cupatitzio, como para formarle marco de rama, está uno tan cerca del cielo, que se creen en la posibilidad de oír esas confidencias que la luz del sol hace morir a la de la luna, cuando la deja encargada del cuidado de la tierra.
Después de haber visto, todas las maravillas que Uruapan encierra, después de haber admirado aquella condensación de lo bello, de todo lo grande, de todo lo sublime, queda el desconsuelo de que el Dios que las hizo no haya dado al hombre su voz digna de contarlas. (Observación, la imagen fue tomada a principios del siglo XX).

Manuel Ocaranza, México, julio de 1870.

De: “Contextos”, número 4, Uruapan, 28 de septiembre de 1989. Originalmente apareció en la publicación “Siglo Diez y Nueve”, Morelia, agosto de 1870.

Selección del texto, Sergio Ramos Chávez, Cronista de la Ciudad de Uruapan.

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